Translate

jueves, 25 de septiembre de 2014

Ese lobo enamorado de la luna



Vale, hoy me he propuesto hablar de eso que llaman Estado Islámico, Yihad, Al Qaeda y demás.  ¿Que qué se yo de estos temas?  Absolutamente nada.  Aquí podía acabar la entrada, pero me arriesgaré y continuaré tratando de hablar de temas que desconozco.  Digo que los desconozco porque por más que leo (que tampoco ha sido mucho) no entiendo lo que tratan de explicarme.  Y es que cuando alguien habla de estos temas en lugar de aclarar las cosas, parece que lo que hace en realidad es arrimar el ascua a su sardina.  Así pues, cada vez entiendo menos lo que está sucediendo.  Es por ello que me he planteado una reflexión en voz alta y pública para ver si alguna alma caritativa se brinda a sacarme de las tinieblas.

Como por autoprescripción no puedo ver noticiosos llego un poco tarde a dominar el lenguaje que se maneja según el tipo de noticias que están en el candelero.  Es por ello que de repente me sorprenden algunos términos, por ejemplo: “Lobo Solitario”  La primera vez que lo escuché pensé que se referían a alguien con una épica detrás.  A un tipo resabiado de la vida que, envuelto en un halo de misterio,  se lanzaba a la aventura de enfrentarse al mundo desde la soledad de su liderazgo.  Yo también quería ser un Lobo Solitario y envolverme con ese manto épico que me convertiría en el nuevo héroe del siglo XXI.  Pero, ¡mierda!  A quien se refieren con ese término es a un chalado que se lanza al asesinato selectivo.  ¿Nos hemos vuelto locos?  ¿De quién ha sido la idea de envolver de épica los actos de un desquiciado?  No sé, me parece que no es el nombre más adecuado.  Parecería más lógico hablar de tarados, descerebrados o fanáticos antes que de Lobos Solitarios.  Que es que con esa épica cualquier imbécil se puede subir al carro.  Claro que por otro lado acojona mucho más que te ataque un Lobo Solitario que no que seas víctima de un chalado que te agrede en nombre de… me importa un bledo de qué.

Michael Moore en Bowling for Columbine hace una reflexión sobre la manera de actuar de una sociedad azotada por el miedo y una sociedad que no lo está.  Este tema lo desarrolla a través de una comparativa entre dos sociedades cercanas geográficamente, pero muy distanciadas en lo social: Estados Unidos y Canadá.  Pues bien, resulta que tanto en Estados Unidos como en Canadá la tenencia de armas de fuego es algo habitual, pero la gestión que se hace de este hecho en uno y otro sitio no tienen anda que ver.  Mientras en Estados Unidos se suceden los tiroteos indiscriminados y los “accidentes domésticos” con armas de fuego en Canadá no sucede nada de todo esto.  Diferencias: el miedo.  Mientras la sociedad de Estados Unidos vive atemorizada, la de Canadá vive tranquila.  Armas + miedo = desastre.

Pero, ¿qué narices tiene todo eso que ver con la Yihad?  Pues creo que está claro.  No es manera de afrontar el problema echando más leña al fuego y resaltando sucesos aislados como si fueran una situación generalizada.  Porque eso no hace más que incrementar el temor de la población y dar protagonismo a quien no lo merece, pero claro, una sociedad acojonada es mucho más fácil de controlar y de engañar.

No sé, por tener una idea de las probabilidades de morir asesinado que tenemos en España recomiendo darse una vuelta por un estudio realizado por la Fundación Mapfre (http://www.mapfre.com/fundacion/html/revistas/gerencia/n105/estud_02.html)  Allí se puede constatar que existen 7,5 posibilidades entre un millón de morir asesinado en nuestro país.  Supongo que si se profundizara un poco más en el estudio se podría constatar que de estas 7,5 posibilidades, un número importante de probables víctimas lo serían a manos de sus maridos, de lo que podríamos concluir que lo realmente peligroso para una mujer es la vida en pareja, pero eso no parece producirnos pánico.

Según un estudio de National Safety Council, el National Center for Health Statistics y el Censo de Estados Unidos (http://www.washingtonsblog.com/2011/06/fear-of-terror-makes-people-stupid.html) un ciudadano estadounidense tiene ocho veces más posibilidades de morir a manos de la policía que a manos de un terrorista.  Pese a todo el terrorismo continúa generando un temor irrefrenable.

Bueno si ya tenemos claro que el miedo no es un buen compañero de viaje deberíamos, una vez desterrado este, plantearnos si no sería conveniente ir cambiando las relaciones que mantienen los gobiernos desarrollados con los países que tienen las materias primas sobre las que se sustenta nuestra economía productiva.  Tal vez va siendo hora de dejar de explotar los recursos naturales de Oriente Medio desde las multinacionales de los países occidentales y  que aquellos pueblos puedan ser soberanos sobre sus propios recursos.  Tal vez estaría bien dejar de someter al ochenta por ciento de la población del planeta, porque están programando una bomba de relojería que nos está explotando en nuestra cara.  Y es que los excesos de la economía y la política los acabamos pagando las gentes corrientes del pueblo, sea aquí, en Irak o en Siria.

No tengo una varita mágica para casi nada, y mucho menos para acabar con el terrorismo, pero sí creo que deshacernos del miedo y dejar tranquilos a esos países podría contribuir a que las cosas funcionaran mejor.  Alguien dirá que no se puede abandonar a aquella pobre gente en manos de fanáticos religiosos que odian a la raza humana.  Y es cierto, por eso mismo, aquellos chalados asesinos, deberían dejar de tener acceso al armamento, porque que yo sepa allí se producen más bien pocas armas.  También se podría acabar con el bombardeo de la población civil.  ¿Os imagináis qué hubiera ocurrido si para acabar con ETA se hubiera decidido bombardear Guernika?  Pues en esas estamos por allá.

Para finalizar, cambiar el modelo energético y acabar con el crecimiento insostenible nos ayudaría a no depender de los conflictos en las zonas productoras para asegurarnos el suministro de petróleo.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Explicando lo inexplicable



A continuación voy a acometer la tarea de explicar lo que quise decir con el cuento “Textil Manufacture Lablex (Un cuento chino)  Hago esto, no porque sienta un placer inusitado en hacerlo, sino porque queda claro que no he elaborado el cuento con la suficiente habilidad, ya que el mensaje ha quedado algo difuminado.

El sistema educativo siempre se ha basado en mantener una línea que engloba a la mayoría de los alumnos.  Así, no es raro que la mayoría de los alumnos pasen sin ningún problema por todas las fases de la educación y superando los diferentes obstáculos que se les puedan presentar.  Ahora bien, como la sociedad, por más que se empeñen algunos, no se basa en mayorías sino en individuos, aparecen los primeros problemas con el alumnado que es incapaz de adaptarse al sistema educativo.  ¿Cómo respondemos a eso?  Pues a lo largo de la breve historia que personalmente conozco se ha reaccionado de diferentes maneras:

Cuando yo era pequeño, en los colegios nacionales, el sistema reaccionaba dándonos hostias como panes.  Bofetadas, golpes de vara, insultos, castigos y otras lindezas por el estilo con la vana pretensión de enmendar a esa pandilla de gamberros.  Poco a poco fue cambiando la tendencia de las hostias y nos trataron de combatir con otros sistemas más sutiles.

     ¡Señoras y señores con todos ustedes “el fracaso escolar”!

Como lo del fracaso era una palabreja más bien fea, la posmodernidad de la época, nos cambió el adjetivo por otro más molón: “niños movidos,” con lo que aquello parecía el barrio de Malasaña (por lo de la Movida y eso).  Más adelante pensamos que éramos tan civilizados que teníamos la respuesta a los problemas del alumno:

     Evidentemente se trata de una patología que hay que diagnosticar.

¡Tatatatachán!, aparecen los primeros TDA.  Como esto se queda corto acuñamos nuevos términos como síndrome de Aspergen, inadaptación social, etc.  Como el ser humano siempre trata de superarse buscamos respuesta en la ciencia y la ciencia responde con terapias psicológicas en unos casos y con combinados de medicamentos en otros, convirtiendo a nuestros hijos en niños que ya no se mueven ni molestan en clase.

Bueno, como resumiendo, que yo de pedagogía no entiendo un pijo, ni de psiquiatría ni de psicología y me atrevo a afirmar sin temor a equivocarme que tan solo sé un poco de nada.  Lo que sí sé es que me molesta sobremanera que nuestra incapacidad para despertar el ansia de aprendizaje se traduzca en un sesudo estudio de patologías del aula, cuando el problema, probablemente, se solucionaría de otra manera, mucho más trabajosa y poco gratificante para el que la aplica, pero más satisfactoria para el alumnado y para la sociedad de la que formamos parte más adelante todos.  La manera sería tan lógica y complicada como adaptar el sistema educativo y la pedagogía al alumno y no los alumnos al sistema.  Tan complicado como laborioso, pero las soluciones nunca son sencillas aunque sí mucho más gratificantes.  Con ello conseguiríamos que una cantidad considerable de personas no abandonara tan fácilmente los estudios (me incluyo en esta “cantidad considerable”) y lo más importante, dejaríamos de atiborrar a nuestros hijos de medicamentos prescritos con la mejor de las intenciones aunque con resultados nefastos.

Como muestra de la poca credibilidad de estos diagnósticos está el hecho de que lo que en un tiempo fuera un niño diagnosticado de TDA o cualquier otro trastorno, cuando abandona el mundo académico y se incorpora a la vida laboral y familiar deja de estar enfermo y pasa a ser una persona adulta normal que se ganan la vida y desarrolla un crecimiento personal y unas habilidades de lo más normal.

Bueno un caso aparte es el carnicero encargado de presentarnos los “extratiernos”, aquellos que se lleva él para casa.  Se ve que en el curso de capacitación de carniceros el andoba estaba despistado y no se dio cuenta de que para filetear un lomo, por más tierno que este sea, conviene sujetarlo con la mano no hábil mientras se corta con la hábil.  Además, todo el mundo sabe, que se corta mejor la carne con un cuchillo de carnicero que con un cuchillo de pescadero.  Siempre tiene que haber un graciosillo que me desmonte las teorías.  ¡Leches!

lunes, 15 de septiembre de 2014

TEXTIL MANUFACTURES LABELEX (UN CUENTO CHINO)



No tengo demasiado claro cuando nací.  Todo depende de a quién preguntes.  Mi madre sostiene que soy caballo y mi abuelo que soy oveja.  Si atendemos a lo que dice mi madre mi alumbramiento habría ocurrido un día entre febrero de 2002 y enero de 2003.  Si por el contrario somos más partidarios de mi abuelo sería necesario fijar mi llegada al mundo entre febrero de 2003 y enero de 2004.  Yo, sinceramente, y sin ánimo de menospreciar a mi madre, me decanto más por la creencia de ser oveja, ya que mi carácter es más bien introvertido y resulto bastante inseguro, además, mi abuelo siempre ha tenido más memoria para todo.  En cualquier caso debo tener entre 9 y 11 años.  Como ya nadie recuerda que aspecto debe tener un niño con nueve años en contraposición a uno de once pues voy tirando sin ningún problema, además, aquí importa poco la edad que tienes mientras tus manos sean lo suficientemente pequeñas, hábiles y rápidas para desarrollar tu trabajo.

Nací en Shantou provincia de Cantón.  Esto lo sé porque me lo han explicado.  También me han contado que en Shantou hay mar y playa, pero nunca he podido verlos.  Apenas tengo recuerdos de vida en familia.  Únicamente vagas imágenes de pasear de la mano de mi abuelo por las orillas del permanentemente sucio y transitado Huangpu.

De mi madre apenas se lo que mi abuelo me explicaba: que ella no estaba porque tenía que trabajar mucho.  De hecho, he sabido que al tercer día de parir volvió al trabajo.  Lo único que ha quedado fijo en mi mente respecto de mi madre es el olor a trementina y un retrato amarillento que había en la única habitación de nuestra casa.  En aquel retrato aparecía sonriente y con un brillo en los ojos que no consigo trasladar a esa del olor a trementina.

¿Padre?  Ni idea.

¿Hermanos?  Esto es China.  Esto es una ciudad y hay una cosa que llamaron política de hijo único.  Parece ser que hubo suerte: soy niño y soy el primero.  Al menos eso es lo que me han dicho siempre.

No me contaron cuentos ni ninguna de esas bonitas leyendas orientales de dragones, dioses y sabios.  Bueno en realidad no consigo recordar que nadie me contara nunca nada de eso.  No sé si será debido a la Revolución Cultural y la Banda de los Cuatro, o a que no conseguiste fijar ninguna en la memoria.  Seguro que lo que ha quedado bien fijado en tú memoria son las consignas de los XVI y XVII congresos del Partido Comunista Chino repetidas hasta la nausea por los altavoces de la fábrica.  Así, pues, me dicen que tengo poco desarrollada la imaginación, como si hiciera falta desarrollarla para trabajar aquí.

Lo que sí recuerdo con absoluta claridad es el día en que, de la mano de mi abuelo, acudimos a la fábrica.  La impresión de adentrarme en un lugar inmenso, no más sucio ni destartalado que el resto de casas del barrio, pero sí más ruidoso.  El encuentro con el gerente fue rápido.  Apenas un breve intercambio de palabras y ya me sentaron en la silla de la que no me moví en una larga temporada.  Un camastro junto a mi cubículo y montones de mangas, cuellos y cuerpos de camisetas para coser.

Empecé trabajando por la comida y el camastro.  Pese a todo el gerente siempre se quejaba de lo caro que le resultaba mantenerme en ese puesto de trabajo, ya que no trabajaba al ritmo de los otros y, en cambio, consumía la misma cantidad de electricidad.  Cuando empecé a coger ritmo y a desarrollar un volumen de trabajo aceptable durante las catorce horas de la jornada laboral pasaron a pagarme 600 yuan al mes (unos 70 euros)  A esto había que descontar 150 yuan al mes por la comida y 30 yuan más por la electricidad y el agua.  El resto de dinero iba a parar a manos de mi abuelo que lo administraba como buenamente podía para ir subsistiendo él, mi madre y ahorrar un poco para mí.

Pronto alcancé gran destreza con la máquina de coser y como mis manos no crecían  el gerente estaba encantadísimo conmigo y así se lo hizo saber a un tipo extraño que paseaba un día por el taller.

Se trataba de un tipo paliducho con una clara pinta de extranjero.  Me resulta muy difícil describir a los hombres que no son chinos, ya que todos me parecen iguales.  Extremadamente pálido, con unos enormes ojos que escondía tras unas gafas de sol plateadas, corbata de rayas, traje negro y camisa dorada de seda.  Sus pies embutidos en unos afiladísimos zapatos negros de punta metálica le daban un aspecto peligroso y al mismo tiempo patético.

Como quiera que el tipo andaba buscando alguien de confianza que supiera cerrar el pico y yo soy poco dado a la cháchara, enseguida convinieron que había nacido para desempeñar el nuevo trabajo.

Lo primero que pretendían era que firmara un contrato, cosa a la que me negué rotundamente.  Si algo me había dejado claro mi abuelo era que no debía firmar contrato de ninguna clase.  Es bien sabido que en cuanto firmas un contrato de laboral tu vida queda permanentemente ligada a la empresa para la que trabajas y, si un día, por cualquier motivo, se te ocurre cambiar de trabajo, debes abonar una cantidad astronómica de dinero al patrono.  Así que nada de contratos.  El gerente y el tipo aceptaron mi negativa a regañadientes, sabiendo que sin contrato no me podían ligar para siempre a ellos, pero me hicieron prometer por mi madre, por mi abuelo, por mis antepasados y por Xi Jinping que no los traicionaría.  Lo hice, y desde entonces que estoy ligado, digamos, de por vida a Textil Manufactures Labelex.

Me instalaron en lo que sería algo parecido a una casa unifamiliar situada junto a la fábrica.  Era una casita con un pequeño jardín y una ridícula valla de madera que la rodeaba.  No había reparado en ella el día que llegué a la fábrica con mi abuelo, de manera que no se si es muy antigua o la acaban de construir.  Cuando entramos por primera vez me sentí algo mareado.  Con sólo pensar que ocuparía un espacio tan grande y con tanta intimidad me daban ganas de vomitar de la emoción.

Enseguida me explicaron en qué consistiría mi trabajo: poner etiquetas.  Lo primero que debía hacer era sustituir una vieja etiqueta que apenas se leía por otra, para ver cómo me desenvolvía.
     Oye tú.  ¡Eh!  El que está escribiendo.
     ¿Quién yo?- respondo sobresaltado
     Sí— me dice el tipo.
     Te advierto que soy un narrador omnisciente y controlo todos vuestros pensamientos, movimientos y absolutamente todo lo que pasa en el relato, así que trátame con un poco de respeto.
     ¡No me jodas, hombre!  Que sólo es para que el chico aprenda.  Acércate un poco- replica el tipo tratando de tranquilizarme.

No tuve más remedio que acercarme.

El tipo señaló algo que había prendido bajo los pelos de la nuca del narrador.  Parecía una pequeña etiqueta.
     Esto es lo que tienes que descoser con ese cortahílos.   Después le coses esa otra etiqueta que está ahí.  Continúa siendo vieja, pero así practicas.
Tomé el cortahílos y con la misma precisión y rapidez con que descosía las mangas mal encajadas solté la vieja etiqueta.
     Oye, un poco de cuidado que eso duele.
Tras retirar la etiqueta pude leer que tenía impresa en varios idiomas la palabra “gamberro”

El tipo me acercó una vieja etiqueta en la que se podía leer: “fracaso escolar” que cosí con toda la suavidad de que fui capaz en el cogote del autor, que esta vez no se quejó.
     Muy bien.  Ahora, como veo que te ha salido bastante bien vamos a colocar la definitiva.

Desprecintó una gran caja de cartón en la que había miles de diminutas etiquetas que tenían bordado en letras doradas las iniciales “TDA”  Rápidamente repetí la operación con el autor y pude ver como el tipo y el gerente sonreían satisfechos, no así el autor que anda con el cuello un poco torcido a consecuencia de tanto coser y descoser, pero no creo que sea nada grave.

A partir de ese momento mi única dedicación fue la de andar cosiendo etiquetas en el cogote de los diferentes niños occidentales.  Había múltiples etiquetas con variados nombres, desde el TDA, ya nombrado; el síndrome de Asperger, la inadaptación social, las dificultades afectivas, la socialización tardía, etc.

Cada día llegaban nuevas y variadas etiquetas que yo me dedicaba a coser tras, en la mayoría de los casos, descoser una antigua etiqueta que tenían allí adherida.  En realidad no se trataba de un trabajo agotador como el anterior, pero, eso sí, demandaba la mayor discreción, así que vivo tranquilo en mi casita con jardín sin apenas comunicarme con nadie, pero sabedor, al menos así me lo ha hecho saber el tipo, de que estoy desarrollando una gran labor social.
     ¡Mecagüen, cómo me pica esta etiqueta!