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sábado, 11 de abril de 2020

La Revolución Científica

ENRIC MERCADER

El tercer día volvieron a llamar a la puerta.  Volvió a abalanzarse sobre ella y a abrirla de sopetón.  Se topó con cuatro policías, una señora con cara de pocos amigos y la cabecita del director que trataba de ocultarse tras todos esos cuerpos.  Dos de los policías se abalanzaron sobre Enric sin darle tiempo a reaccionar.  Los otros dos entraron junto con la señora y el director que los seguía tímidamente, aunque señalando hacia el comedor.  Allí encontraron a las dos niñas adormiladas, con la tele encendida y una ingente cantidad de bolsas de ganchitos cubriendo la alfombra del comedor.

Mercader se acomodó como buenamente pudo en el suelo, bajo el peso de los dos fornidos policías que le aplastaban la cara sobre el pegajoso pasillo.  Unas pelusas vinieron volando desde debajo del radiador y se le pegaron en las fosas nasales provocando un extraño estornudo que hizo rebotar a los policías sobre su espalda.  Teniendo en cuenta que los policías son poco amantes de las atracciones y dando por supuesto que lo que acababa de suceder era más propio de un simulador de terremotos que de una persona humana que ha recibido el ataque de las pelusas asesinas, estos pusieron mayor empeño en inmovilizar a Enric.  Como consecuencia de la presión ejercida, las fosas nasales quedaron completamente taponadas y Mercader tuvo que entreabrir la boca para poder llenar sus pulmones de aire, con lo que consiguió dar una fuerte bocanada que arrastró un amasijo de pelusas hasta su tráquea.  Esto hizo que se revolviera entre espasmos, a lo que los policías respondieron con puñetazos y porrazos en los costados haciendo que, como si de una maniobra de Heimlich se tratara, saliera el amasijo de pelusas disparado.  Agradecido, Enric, permaneció inmóvil llorando por el alivio producido.

Los otros dos policías salieron del comedor llevando de la mano a las hijas de Enric: Quica y Luisita que, bajo los efectos casi lisérgicos que proporcionan tres días alimentándose de ganchitos, sonreían embobadas.  La señora con cara de pocos amigos se plantó frente a mercader sus sinuosas pantorrillas y entreabriendo las largas piernas se presentó diciendo que era asistente social y empezó a leer el acta de ejecución de la acogida de las niñas en una institución benéfica.


PAUL DEL POTRO, Teoría social de los neojemeres ocres
Sobre las relaciones sociales del neorural

El profesor Carmona expuso en su tratado sobre el orden colectivo, cuál era su concepción de las relaciones sociales del hombre de la nueva era, y lo hizo resumiéndolo en una contundente frase que rezaba:
“A los amigos el culo.  A los enemigos por el culo y al resto de la gente, la legislación vigente”

Frente a estas consideraciones, no puedo más que expresar mi más profundo desacuerdo.  Precisamente este tipo de actitud, así descrita, es lo que ha llevado a nuestra sociedad al desastre más absoluto.  Ha sido lo que la ha ido degradando a lo largo de los siglos, hasta conformar unas relaciones sociales insostenibles, en las que pesan mucho los lazos sentimentales o de afección y poco los sentimientos colectivos.

Para poder construir nuestro nuevo modelo de sociedad rural hay que romper con todo lazo afectivo.  Entendido por afectivo aquel que se deriva de lo que, en tiempos pretéritos se dio en llamar “el amor cortes”.  Hay que abandonar de una vez por todas esos lastres que nos impiden desarrollar todo el potencial que llevamos dentro y, que poco a poco, se ve mermado en favor de unas relaciones que no nos aportan nada positivo como sociedad.  Aunque en un primer momento nuestra individualidad se nos muestre reacia a abandonar los lazos afectivos, hay que ser lo suficientemente osado y transgredir el orden establecido en nuestro fuero más interno, para ser capaces de crear la nueva era desde unos nuevos cimientos de raciocinio.  La revolución rural debe comenzar por uno mismo, para que luego pueda extenderse al resto de los individuos hasta integrarlos en la comunidad, para que así la comunidad pase a ser el todo y el individuo se diluya en ella.

El primer paso es el de rehuir el enamoramiento.  Por tanto, conviene tener muy claro que el individuo no puede ver mermada su capacidad de decisión por el simple hecho de tener un lazo de amor con otro individuo.  El amor nos impide razonar y actuar de manera adecuada, ya que somos incapaces de anteponer el bien común a nuestra pareja.  La promiscuidad es un buen antídoto para comenzar a abandonar los viejos vicios relacionados con el enamoramiento.  Cuanto más sexo practiquemos con un mayor número de individuos, menores posibilidades de vernos abocados al enamoramiento.  Eso sí, hay que tener muy claro que, debido a siglos de dominio amoroso, tras cada relación sexual aparece algo parecido al enamoramiento que nos puede obnubilar.  Precisamente es contra eso contra lo que nos tenemos que revelar.  Lo mejor es, apenas acabada la cópula, salir huyendo sin dar tiempo siquiera a mirar los ojos del otro individuo.  Es el peaje que tendrán que pagar los pioneros del nuevo orden.




ENRIC MERCADER

Aún no había acabado de tachar el día sesenta y dos del calendario subversivo, que indica que nos encontramos en el mes del trasplante de las coliflores, y ha vuelto a sonar el timbre.  ¡El timbre!  ¡Es el timbre!  El rotulador sale disparado de tus manos y te abalanzas a abrir la puerta mientras, en un gesto de coquetería casi olvidada, tratas de ordenarte un poco el pelo.  Abres con la mejor y más sensual de tus sonrisas dibujada en el rostro y se queda ahí, congelada, al ver a dos tipos con aspecto de estibadores portuarios (si es que los estibadores portuarios se caracterizan por tener un aspecto determinado.  Pero se entiende ¿verdad?)

    ¿Enric Mercader?
    Sí, soy yo.
    Tendrá que acompañarnos.
    No, lo siento.  No puedo moverme de casa.  Estoy esperando a mi mujer y va a llegar de un momento a otro.
    Nosotros también lo sentimos, pero tiene que acompañarnos.  Vístase con algo decente si lo desea porque nos vamos enseguida.

Trata de cerrar la puerta, pero no ha calculado bien la fuerza de aquellas bestias y lo mermado que estaba físicamente a consecuencia de los recientes escarceos con Jack, de modo que entraron, arrojaron a Enric al suelo, lo esposaron, le vendaron los ojos y, a trompicones, le obligaron a bajar las escaleras.  No tardó en golpearse la cabeza contra las paredes de los descansillos.  Las rodillas tropezaban constantemente con los hierros de la barandilla y pese a todo, los gorilas insistían en la urgencia del traslado.  Hubo un momento en que, desorientado, trastabilla pensando que no va a hacer pie y va a caer rodando escaleras abajo, pero resulta que ya ha llegado a la entrada del edificio, con lo cual, al estrellar el pie derecho con tanto ímpetu contra el suelo, consigue que un fuerte dolor lumbar lo deje doblado sin apenas poder caminar.  Los dos fornidos muchachos lo toman uno de cada brazo y lo elevan un par de buenos palmos del suelo, haciendo así más rápido el acceso a un vehículo que está aparcado en la entrada.

No sé yo si quien lee estas líneas se ha visto alguna vez en la tesitura de tener que acceder a un vehículo con los ojos vendados.  Es una extraña sensación.  El tiempo transcurre de una manera atípica.  Parece que estés dando vueltas a un mismo sitio o que recorras un montón de kilómetros cuando en realidad apenas te has movido del punto de partida.  Vamos, que quedas totalmente desorientado.

Después de lo que a Enric le pareció una eternidad se detuvo el coche.  Sus amigos los gorilas lo arrancaron del interior del coche y lo arrastraron durante un buen trecho.  Había un ruido espantoso de motores.  Por un momento, Enric, piensa que se encuentra sobre un puente que atravesara una autopista o algo así y cree que van a arrojarlo sobre un intenso y veloz tráfico.  Tampoco le importa demasiado, al principio, porque conforme se van acercando al origen del ruido los esfínteres se aflojan y empieza a patalear y a llorar suplicando que no lo maten.


    ¡Cállate chalao! —dijo uno de los estibadores portuarios —Sólo vamos a subirte a un avión.

Mercader siente vergüenza de ser tan cobarde.  Creía que la vida sin su Luisa no valía nada y, ya ves, a la hora de la verdad se convierte en un pusilánime.

Lo suben al avión, lo sientan en una butaca, le atan el cinturón de seguridad y al cabo de una eternidad nota como aquello empieza a moverse.  Cuando ya llevan un rato volando le sueltan el cinturón, le quitan la venda y le quitan las esposas.  Entonces descubre que se encuentra en un avión privado bastante grande.  Bueno, en realidad no tiene modo de saberlo ya que, Mercader, no había subido nunca en un avión privado, pero, de todas formas, cree que es grande para ser privado, y cree que es privado porque en el avión o viaja nadie más que él y esos dos gorilas que lo miran como si les debiera dinero.

    Vamos —dice uno de ellos —Te enseñaré donde está el cuarto de baño.  Te das una ducha y te pones la ropa que encontrarás allí.  Apestas.

En lo que cuesta darse una reconfortante ducha caliente y embutirse un chándal que había allí preparado, suena el aviso de abrocharse el cinturón de seguridad.  Así que sale del baño, toma asiento y vuelven a vendarle los ojos.

El avión se posa suavemente, al contrario de lo que recordaba de sus últimas vacaciones en vuelo low cost.  Lo obligan a bajar del avión y lo meten en un coche, con lo que vuelve a encontrarse desorientado y sin capacidad de aproximar el tiempo que pasa hasta que el coche se detiene, mientras el olor a monóxido de carbono propio de los parkings azota las fosas nasales de Enric.  Se apaga el motor del coche y le quitan la venda.  Efectivamente, tal como había intuido, se encuentran en un parking.  Un parking como todos los parkings: sucio, pestilente, oscuro…  Toman el ascensor y tras ascender varios pisos se abre el ascensor frente a un pasillo flanqueado de innumerables puertas, pero se dirigen a la del fondo.  Todas las puertas son lisas.  Se diría que están hechas de baquelita de color naranja, pero la del fondo es de madera de roble, labrada con volutas y hornacinas que la hacen destacar más, si cabe, en medio de la austeridad que desprende el resto de pasillo.

domingo, 5 de abril de 2020

Miguelito


Despertó Miguelito sobresaltado tras la pesadilla que acababa de tener.  Trató de no pensar en lo que había soñado porque mamá le había dicho que, si no piensas en los sueños al despertar, no tardan en desaparecer de la memoria y realmente funcionaba.  En pocos minutos ya estaba a punto de volver a dormirse, cuando una sacudida le recorrió el cuerpo.  ¡Era domingo!

El domingo era el mejor día de la semana.  Ese día se desayunaban bollos de canela.  Si papá se animaba a prepararlo, hasta podría remojarlos en chocolate caliente recién hecho y, por si fuera poco, el domingo, bajaba a la plaza a jugar a la pelota mientras mamá y papá tomaban el vermut o “el aperitivo” como le gusta decir a papá cuando bromea haciéndose el viejuno.

¿Cómo volver a dormirse ante tamaña perspectiva?  De un zarpazo se despojó de edredón y sábana y de un salto se plantó en mitad de la habitación para salir corriendo a abalanzarse sobre los somnolientos progenitores que despertaron con un leve gruñido que fue tornándose sonrisa complaciente.

   Qué susto más gordo, Miguelito —dijo mamá— Ven, métete dentro de la cama.

Miguelito se acurrucó entre ambos y recibió a cambio, un fuerte abrazo de gorila y es que, papá y mamá, aprovechan cuando se pone entre ambos, para entrelazarse y darse un fuerte abrazo hasta que Miguelito empieza a resoplar asfixiado, entonces se sueltan y ríen los tres juntos.

Todavía les dio tiempo de echar una última cabezada antes de levantarse, desperezarse, hacer una visita rápida al cuarto de baño y desenvolver los bollos de canela mientras papá ponía la leche a hervir para cocer el chocolate.  Aquel, tenía todas las trazas de convertirse en un domingo memorable.

Lentamente, la cocina fue llenándose del aroma, primero de la leche caliente y después, conforme iba espesando, del chocolate.

Miguelito salivaba, mamá salivaba, papá salivaba y los bollos aguardaban tiernos y aromáticos en la mesa.

Tras el desayuno solo quedaba lavarse un poco, peinarse bien y enfundarse el traje de futbol, regalo del pasado cumpleaños, y sacar la pelota de la cesta de los juguetes.  Sentado junto a la puerta aguardó impaciente, rebotando suavemente la pelota contra el muslo, a que mamá y papá acabaran de acicalarse para salir a la calle.

Fueron hasta la plaza y allí empezó a dar patadas a la pelota para calentar un poco antes de empezar a probar cuantos toques era capaz de dar sin que la pelota cayera al suelo.

   ¡Qué bueno te ha salido hoy el chocolate!
   Va, lo que pasa es que como no cenamos debías de tener hambre.
   Que no, que estaba muy bueno.  Ni demasiado claro, ni demasiado espeso.
   A mi lo que me apasionan son esos bollos de canela.  Cualquiera diría que lo de los bollos de canela está un poco pasado de moda, pero es que en el horno de Petra los hacen tan ricos.
   Sí, es una pena que no haya más hornos de los de toda la vida.
Así transcurría la conversación entre mamá y papá mientras trasegaban “canutillas” de cerveza, que era como, bromeaban, para llamar a la versión más pequeña de la caña que servían en el bar de la plaza.

Miguelito ya estaba practicando y contando los toques.

   Siete, ocho, nueve, diez, jope —la pelota al otro lado de la plaza.
Otra vez.
   Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve diez, once, doce —récord, récord, pensaba al tiempo que se desconcentraba y llegaba el fallo.
La pelota salió disparada en el toque número catorce y rodó calle abajo.  Miguelito corrió con todas sus fuerzas tras la pelota, pero esta parecía tener vida propia.  No se sabe de qué manera fue doblando esquinas y adentrándose en aquellas callejas que rodeaban la plaza.  Para cuando alcanzó la pelota, Miguelito, estaba totalmente desorientado.  En un primer momento echó a correr sin más preocupación, creyendo que al doblar la próxima esquina encontraría la plaza; después creyó que sería en la siguiente y poco a poco se fue inquietando más y más.

   No veo a Miguelito —dijo mamá preocupada.
   Estará detrás de las columnas.
   Hace rato que miro.
Ambos se acercaron un poco preocupados hacía la zona de columnas y a ambos se les heló el corazón al comprobar que Miguelito no estaba allí.

   ¡Miguelito! —gritaban
   ¡Mamá, mamá! —gritaba Miguelito— ¡Papá, papá!

Llorando y chillando se dio cuenta de que alguien lo agarraba suavemente del hombro.

   Hola, ¿tú eres Miguelito no?  El hijo de Jose y Ana.
   Sí, señor— respondió entre sollozos.
   ¿Dónde están tus papás?
   No lo sé.  Estábamos en la plaza jugando y no se volver.
   No te preocupes.  Mira, yo vivo aquí al lado.  Vamos a casa.  Te lavas la cara y llamo a tus papás por teléfono para que vengan a recogerte.
Miguelito le dio la mano a aquel señor tan amable que le sonreía y lo siguió hasta una casa que había allí mimo, en esa calle donde lo encontró.

El señor amable abrió la puerta del portal cediéndole el paso a Miguelito que entró dando saltos ya reconfortado mientras se sacaba el abrigo.  El señor amable se desabrochó el abrigo, aflojó la bufanda y se arregló el alzacuellos sonriendo mientras oteaba a derecha e izquierda en la calle para después dar dos vueltas de llave a la puerta de entrada.

miércoles, 1 de abril de 2020

Capítulos uno y dos


ENRIC MERCADER

Hace sesenta días que Enric vive con la única compañía de Jack.  Sesenta días desde que entre sollozos suplicó que no lo dejaras.  Sesenta días desde que llorando y moqueando se arrodilló tras de ti, arañando tus piernas, tratando de evitar tu huida, tratando de quebrar tu firme resolución de largarte a la Comuna de los Neojemeres Ocres y abandonar el triste corazón de Enric a su suerte.

Cada amanecer, por mucho que le estalle la cabeza, por mucho que no pueda apenas mover la lengua ni despegar los labios resecos, se acerca hasta el calendario subversivo que dejaste abandonado y tacha un día como si tachara un trocito de su alma.  Sesenta tachaduras.  Sesenta intoxicaciones alcohólicas que le han hecho perder el sentido.  Sesenta rotos del alma.  Sesenta gritos desesperados sin respuesta.

Los primeros días albergaba la absurda esperanza de que volverías suplicante a sus brazos y, él, en un acto insólito de magnanimidad, te contestaría que no suplicaras, que para él nunca había sucedido nada, que por su parte jamás de los jamases volvería a mencionar nada de lo ocurrido y que volveríais a retomar vuestra vida en el punto exacto en que se resquebrajó.  Volverías a despertarla por las mañanas con un beso sonriente y de aliento pesado.  Volveríais a dar largos paseos acompañados de esos cómodos silencios que sólo los grandes amantes saben mantener.  Volveríais a hablar de vuestras hijas, de vuestras esperanzas depositadas en ellas, de cómo estaban creciendo y lo listas que eran.  De los quebraderos de cabeza que os esperaban en una doble adolescencia que las acometería en unos pocos años.  Volveríais por la noche a acurrucaros bajo las mantas mientras el sueño os vencía entre suaves caricias.

Esa esperanza se desvaneció, para Enric, el segundo día, cuando sonó el teléfono y no eras tú.  Era el director del instituto, desesperado porque Enric no había acudido a sus clases de física y química y ya no sabía qué hacer con los alumnos. 

   Con lo importante que se ha vuelto la física y la química en los tiempos que corren.  Que no te das cuenta, Enric, que estas formando a los futuros mandatarios del país.  Que esto ya no es como antes.  Que con los nuevos tiempos vosotros, los físicos, sois los que cortáis el bacalao.

Enric colgó el teléfono.  No tenía ninguna intención de hablar con el director, de hecho, no quería hablar con nadie que no fueras tú, pero apenas habían pasado dos tragos desde tu llamada cuando sonó el timbre de la puerta.  Emocionado abrió sin pensar.  Bueno para ser más precisos, sí que pensó.  Pensó que, tal vez, en tu huida no habías incluido entre tus enseres imprescindibles la llave del piso.  Mas al abrir la puerta se dio de bruces con el circunspecto director que se vio arrollado, por la premura, en el descansillo.

— Pero qué mal aspecto tienes Enric.  Y como apestas — dijo franqueando la puerta y adentrándose a la penumbra del piso.

Enric, aferrado a la botella de Jack Daniel’s lo dejó pasar.  Incapaz de abrir la boca, observaba al director que se iba desplazando de habitación en habitación como si buscara algo.  Y vaya si lo buscaba.  Encontró a las niñas en el comedor, sentadas en el sofá frente a la televisión y comiendo ganchitos.  Las niñas estaban sucias y despeinadas.  La dieta de ganchitos no hacía sino empeorar su aspecto.  El color naranja se había apoderado de sus manos, su cara, el pijama, los cojines y el resto de la tapicería del sofá.

    Estas niñas, ¿no tendrían que estar en el colegio?.  Enric, ¿qué está pasando aquí?  ¿Dónde está Luisa?

Algún resorte se disparó en el interior de Enric, del mismo modo que se dispara una trampa para ratones al acercar el hocico al trocito de tocino rancio.  Fue como si plomo fundido empezara a correr por sus venas para estallar a borbotones en su cerebro nublándolo todo.  Enric se abalanzó sobre el director y agarrándolo de los cuatro pelos peinados de costado a modo de ensaimada mallorquina que lucía en su testa, lo arrojó al descansillo haciendo que su rechoncha cara se estrellara contra la barandilla de hierro.

El director en ese momento sufrió una involución que lo llevó a evocar los temores más primitivos.  Esos temores que desataban una oleada de estrés en el hombre prehistórico, que le ayudaba a sobrevivir, aflojándole los esfínteres, de manera que pudiera aligerar peso superfluo y disparando la adrenalina para que pudiera salir disparado, en este caso escaleras abajo, sin abandonar, por ello, la vigilancia de Enric, por si volvía a atacarlo.

LUISA DE MIGUEL

Cuando empezó todo el rollo de la Gran Revolución pensabas que sería una sandez más, como siempre hacían los politicuelos del tres al cuarto que nos ha tocado vivir a nuestra generación.  Aquello que decían en El Gato Pardo: “cambiarlo todo para que todo siga igual”.  Pero después de las primeras elecciones y la victoria de las Partículas Portadoras por mayoría absoluta, te dijiste que había llegado el momento de hacer algo por la humanidad.  Vale, no sé si fue entonces cuando te lo dijiste o fue a partir de la lectura del libro de Paul del Potro: Teoría Social de los Nojemeres Ocres.  Era un libro de unas cincuenta páginas que te pareció revelador y eso que Paul del Potro nunca ha destacado por su lucidez ni por su inteligencia.  En el libro explicaba cómo debía estructurarse la sociedad futura.  Era necesario devolver la masa social al mundo rural y vivir de forma común, de acuerdo con la naturaleza; trabajando con el propio esfuerzo y prescindiendo de toda tecnología.  Abandonar cualquier tic intelectual y centrarse en un estilo de vida autárquico.  Aquello era para ti música celestial.  Toda la vida deseando vivir en una comuna, en el campo, viviendo de la madre tierra y sin más preocupación que la del paso de las estaciones.

Leíste y releíste el libro soñando con largarte al campo, dejarlo todo: obligaciones, prisas, frenesí y sustituirlo por despreocupación, calma y relajación.  Encima con ello, contribuirías a cambiar el mundo “revertiendo el poder financiero en el poder de la tierra, el poder del campesinado que haría de la nuestra una nación floreciente como lo fue en el pasado con el cultivo del arroz”.  ¿En serio no sospechaste nada al leer este fragmento en el libro de Paul del Potro?

El Libro te trajo una desazón que hacía que continuar con tu trabajo habitual se convirtiera en una ardua tarea.  Llegados a este punto, sólo eras capaz de concentrarte en imaginar de qué manera podías iniciar la revolución post revolución, que había de cambiar las cosas desde la raíz misma del problema.

Aquello que te había apasionado toda la vida.  Aquello que hacía que día tras día te acostaras pensando en la manera de mejorar los acumuladores de electricidad para hacer, de una vez por todas la energía solar eficaz.  Ya no te levantabas con aquella ansia de llegar al trabajo y simular nanocapas y nanoestructuras para mejorar la capacidad de almacenamiento eléctrico.  Ya ni las membranas de polímero electrolítico eran capaces de despertarte ningún tipo de interés.  Tan solo vivías para hacer realidad la utopía de los Neojemeres Ocres.

Un día, saliendo del laboratorio de la facultad oíste una conversación entre dos estudiantes de agrónomos que prendería el reguero de pólvora que se extendía a tu alrededor desde la lectura de El Libro.

-          Oíd, ¿habéis leído el libro de Paul del Potro? —dijo un jovencito de piel cetrina y pelo pajizo.

Esa pólvora ardiendo y te obligó a desenchufarte de la vida cotidiana y seguir a esos jóvenes, tratando de continuar escuchado la conversación.

-          Pues no, yo no he leído nada.
-          Yo tampoco.
-          Ni yo.
-          Pues deberíais leerlo.  Es todo un alegato a la vuelta al campo y a la vida comunitaria.

No pudiste oír nada más, pero fue como si hubieras subido al escenario de un espectáculo de hipnotismo y el hipnotizador te hubiera ordenado seguir al muchacho que había leído a Paul del Potro adónde quiera que fuera.  Los seguiste hasta la parada de autobús.  Subiste con ellos al autobús.  Esperaste, como sólo saben esperar los depredadores el movimiento de sus presas, a que bajara del autobús despidiéndose de sus compañeros y cuando se alejó lo suficiente lo abordaste como un león famélico abordaría a una escuálida gacela.


-          Oye, perdona- le dijiste con el corazón golpeteando tu voluptuoso pecho.
-          ¿Sí?
-          Verás, disculpa que te asalte de esta manera- en la cara del muchacho se dibujó lo que pareció una sonrisa lasciva- pero no he podido evitar oír que has leído el libro de Paul del Potro.
-          ¡Estás loca! —contestó alterado, con cara de pánico, sin asomo de lascivia y mirando a todos lados- ¡Déjame en paz! — Dio media vuelta y salió a escape.

En ese momento te sentiste frustrada pensando que se te iba a escapar la única oportunidad que tenías de poner en común todos los sueños que El Libro había despertado en ti.  Así que haciendo caso omiso te volviste a agazapar y lo seguiste a una distancia prudencial hasta que lo viste entrar en un portal y desaparecer.  Pese a todo, no estabas dispuesta a dejarlo escapar así, sin más.  Liaste un cigarro, empezaste a fumarlo parsimoniosamente y te dispusiste a esperar una oportunidad para colarte en el edificio y tratar de descubrir el piso en el que vivía.