ENRIC MERCADER
El tercer día volvieron a llamar a la puerta. Volvió a abalanzarse sobre ella y a abrirla
de sopetón. Se topó con cuatro policías,
una señora con cara de pocos amigos y la cabecita del director que trataba de
ocultarse tras todos esos cuerpos. Dos
de los policías se abalanzaron sobre Enric sin darle tiempo a reaccionar. Los otros dos entraron junto con la señora y
el director que los seguía tímidamente, aunque señalando hacia el comedor. Allí encontraron a las dos niñas adormiladas,
con la tele encendida y una ingente cantidad de bolsas de ganchitos cubriendo
la alfombra del comedor.
Mercader se acomodó como buenamente pudo en el suelo,
bajo el peso de los dos fornidos policías que le aplastaban la cara sobre el
pegajoso pasillo. Unas pelusas vinieron
volando desde debajo del radiador y se le pegaron en las fosas nasales
provocando un extraño estornudo que hizo rebotar a los policías sobre su
espalda. Teniendo en cuenta que los
policías son poco amantes de las atracciones y dando por supuesto que lo que
acababa de suceder era más propio de un simulador de terremotos que de una
persona humana que ha recibido el ataque de las pelusas asesinas, estos
pusieron mayor empeño en inmovilizar a Enric.
Como consecuencia de la presión ejercida, las fosas nasales quedaron
completamente taponadas y Mercader tuvo que entreabrir la boca para poder
llenar sus pulmones de aire, con lo que consiguió dar una fuerte bocanada que
arrastró un amasijo de pelusas hasta su tráquea. Esto hizo que se revolviera entre espasmos, a
lo que los policías respondieron con puñetazos y porrazos en los costados
haciendo que, como si de una maniobra de Heimlich se tratara, saliera el
amasijo de pelusas disparado.
Agradecido, Enric, permaneció inmóvil llorando por el alivio producido.
Los otros dos policías salieron del comedor llevando de
la mano a las hijas de Enric: Quica y Luisita que, bajo los efectos casi
lisérgicos que proporcionan tres días alimentándose de ganchitos, sonreían
embobadas. La señora con cara de pocos
amigos se plantó frente a mercader sus sinuosas pantorrillas y entreabriendo las
largas piernas se presentó diciendo que era asistente social y empezó a leer el
acta de ejecución de la acogida de las niñas en una institución benéfica.
PAUL DEL POTRO, Teoría social de los neojemeres ocres
Sobre las relaciones sociales del neorural
El profesor Carmona expuso en su tratado sobre el
orden colectivo, cuál era su concepción de las relaciones sociales del hombre
de la nueva era, y lo hizo resumiéndolo en una contundente frase que rezaba:
“A los amigos el culo. A los enemigos por el culo y al resto de la
gente, la legislación vigente”
Frente a estas consideraciones, no puedo más que
expresar mi más profundo desacuerdo.
Precisamente este tipo de actitud, así descrita, es lo que ha llevado a
nuestra sociedad al desastre más absoluto.
Ha sido lo que la ha ido degradando a lo largo de los siglos, hasta
conformar unas relaciones sociales insostenibles, en las que pesan mucho los
lazos sentimentales o de afección y poco los sentimientos colectivos.
Para poder construir nuestro nuevo modelo de
sociedad rural hay que romper con todo lazo afectivo. Entendido por afectivo aquel que se deriva de
lo que, en tiempos pretéritos se dio en llamar “el amor cortes”. Hay que abandonar de una vez por todas esos
lastres que nos impiden desarrollar todo el potencial que llevamos dentro y,
que poco a poco, se ve mermado en favor de unas relaciones que no nos aportan
nada positivo como sociedad. Aunque en
un primer momento nuestra individualidad se nos muestre reacia a abandonar los
lazos afectivos, hay que ser lo suficientemente osado y transgredir el orden
establecido en nuestro fuero más interno, para ser capaces de crear la nueva
era desde unos nuevos cimientos de raciocinio.
La revolución rural debe comenzar por uno mismo, para que luego pueda
extenderse al resto de los individuos hasta integrarlos en la comunidad, para
que así la comunidad pase a ser el todo y el individuo se diluya en ella.
El primer paso es el de rehuir el
enamoramiento. Por tanto, conviene tener
muy claro que el individuo no puede ver mermada su capacidad de decisión por el
simple hecho de tener un lazo de amor con otro individuo. El amor nos impide razonar y actuar de manera
adecuada, ya que somos incapaces de anteponer el bien común a nuestra pareja. La promiscuidad es un buen antídoto para
comenzar a abandonar los viejos vicios relacionados con el enamoramiento. Cuanto más sexo practiquemos con un mayor
número de individuos, menores posibilidades de vernos abocados al
enamoramiento. Eso sí, hay que tener muy
claro que, debido a siglos de dominio amoroso, tras cada relación sexual
aparece algo parecido al enamoramiento que nos puede obnubilar. Precisamente es contra eso contra lo que nos
tenemos que revelar. Lo mejor es, apenas
acabada la cópula, salir huyendo sin dar tiempo siquiera a mirar los ojos del
otro individuo. Es el peaje que tendrán
que pagar los pioneros del nuevo orden.
ENRIC MERCADER
Aún no había acabado de tachar el día sesenta y dos
del calendario subversivo, que indica que nos encontramos en el mes del
trasplante de las coliflores, y ha vuelto a sonar el timbre. ¡El timbre!
¡Es el timbre! El rotulador sale
disparado de tus manos y te abalanzas a abrir la puerta mientras, en un gesto
de coquetería casi olvidada, tratas de ordenarte un poco el pelo. Abres con la mejor y más sensual de tus
sonrisas dibujada en el rostro y se queda ahí, congelada, al ver a dos tipos
con aspecto de estibadores portuarios (si es que los estibadores portuarios se
caracterizan por tener un aspecto determinado.
Pero se entiende ¿verdad?)
—
¿Enric
Mercader?
—
Sí,
soy yo.
—
Tendrá
que acompañarnos.
—
No,
lo siento. No puedo moverme de
casa. Estoy esperando a mi mujer y va a
llegar de un momento a otro.
—
Nosotros
también lo sentimos, pero tiene que acompañarnos. Vístase con algo decente si lo desea porque
nos vamos enseguida.
Trata de cerrar la puerta, pero no ha calculado bien
la fuerza de aquellas bestias y lo mermado que estaba físicamente a
consecuencia de los recientes escarceos con Jack, de modo que entraron,
arrojaron a Enric al suelo, lo esposaron, le vendaron los ojos y, a
trompicones, le obligaron a bajar las escaleras. No tardó en golpearse la cabeza contra las
paredes de los descansillos. Las
rodillas tropezaban constantemente con los hierros de la barandilla y pese a
todo, los gorilas insistían en la urgencia del traslado. Hubo un momento en que, desorientado,
trastabilla pensando que no va a hacer pie y va a caer rodando escaleras abajo,
pero resulta que ya ha llegado a la entrada del edificio, con lo cual, al
estrellar el pie derecho con tanto ímpetu contra el suelo, consigue que un
fuerte dolor lumbar lo deje doblado sin apenas poder caminar. Los dos fornidos muchachos lo toman uno de
cada brazo y lo elevan un par de buenos palmos del suelo, haciendo así más
rápido el acceso a un vehículo que está aparcado en la entrada.
No sé yo si quien lee estas líneas se ha visto
alguna vez en la tesitura de tener que acceder a un vehículo con los ojos
vendados. Es una extraña sensación. El tiempo transcurre de una manera
atípica. Parece que estés dando vueltas
a un mismo sitio o que recorras un montón de kilómetros cuando en realidad
apenas te has movido del punto de partida.
Vamos, que quedas totalmente desorientado.
Después de lo que a Enric le pareció una eternidad
se detuvo el coche. Sus amigos los
gorilas lo arrancaron del interior del coche y lo arrastraron durante un buen
trecho. Había un ruido espantoso de
motores. Por un momento, Enric, piensa
que se encuentra sobre un puente que atravesara una autopista o algo así y cree
que van a arrojarlo sobre un intenso y veloz tráfico. Tampoco le importa demasiado, al principio,
porque conforme se van acercando al origen del ruido los esfínteres se aflojan
y empieza a patalear y a llorar suplicando que no lo maten.
—
¡Cállate
chalao! —dijo uno de los estibadores portuarios —Sólo vamos a subirte a un
avión.
Mercader siente vergüenza de ser tan cobarde. Creía que la vida sin su Luisa no valía nada
y, ya ves, a la hora de la verdad se convierte en un pusilánime.
Lo suben al avión, lo sientan en una butaca, le atan
el cinturón de seguridad y al cabo de una eternidad nota como aquello empieza a
moverse. Cuando ya llevan un rato
volando le sueltan el cinturón, le quitan la venda y le quitan las
esposas. Entonces descubre que se
encuentra en un avión privado bastante grande.
Bueno, en realidad no tiene modo de saberlo ya que, Mercader, no había
subido nunca en un avión privado, pero, de todas formas, cree que es grande
para ser privado, y cree que es privado porque en el avión o viaja nadie más
que él y esos dos gorilas que lo miran como si les debiera dinero.
—
Vamos
—dice uno de ellos —Te enseñaré donde está el cuarto de baño. Te das una ducha y te pones la ropa que
encontrarás allí. Apestas.
En lo que cuesta darse una reconfortante ducha
caliente y embutirse un chándal que había allí preparado, suena el aviso de
abrocharse el cinturón de seguridad. Así
que sale del baño, toma asiento y vuelven a vendarle los ojos.
El avión se posa suavemente, al contrario de lo que
recordaba de sus últimas vacaciones en vuelo low cost. Lo obligan a bajar del avión y lo meten en un
coche, con lo que vuelve a encontrarse desorientado y sin capacidad de
aproximar el tiempo que pasa hasta que el coche se detiene, mientras el olor a
monóxido de carbono propio de los parkings azota las fosas nasales de
Enric. Se apaga el motor del coche y le
quitan la venda. Efectivamente, tal como
había intuido, se encuentran en un parking.
Un parking como todos los parkings: sucio, pestilente, oscuro… Toman el ascensor y tras ascender varios pisos
se abre el ascensor frente a un pasillo flanqueado de innumerables puertas,
pero se dirigen a la del fondo. Todas
las puertas son lisas. Se diría que
están hechas de baquelita de color naranja, pero la del fondo es de madera de
roble, labrada con volutas y hornacinas que la hacen destacar más, si cabe, en
medio de la austeridad que desprende el resto de pasillo.
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