Cuando los israelitas comenzaron a cuestionarse cual
era su situación y de qué manera podían solucionar sus problemas apareció un
tal Josué decidido a comandarlos. Así
pues, contra todo pronóstico, los israelitas iniciaron un peregrinaje que los
llevó a cruzar el río Jordán y a avanzar hacia Jericó siguiendo al que se había
erigido en líder indiscutible.
El tal Josué los convenció de que debían seguir avanzado
hacia Jericó, y para ello se hizo acompañar de siete sacerdotes que armados con
cuernos o trompetas (la historia no está demasiado clara al respecto) los
ayudarían a derribar a la casta que allí, en Jericó, habitaba.
— Pero Josué —preguntó un niño— ¿cómo haremos para
derribar las altas murallas de Jericó.
— No os preocupéis —contestó Josué recostándose sobre
el arca sagrada— He enviado dos espías helenos, Chiripas y Derechona, para que
espíen directamente a la casta jericoana.
Los israelitas se sintieron reconfortados con
Josué. Ahora había un objetivo a corto
plazo, a la vista, al alcance de la mano.
Ya se había acabado aquello de vagar en el desierto sin líder al que
seguir sólo planteando preguntas y sin nadie que les facilite respuestas. ¡Mecachis!
Ya han llegado junto a las murallas de Jericó y
Josué explica cuales son los pasos:
— Daremos una vuelta a la muralla cada día y lo
haremos portando el arca sagrada tras los siete sacerdotes.
Un grupo de israelitas se atrevieron a cuestionar a
Josué planteando que en lugar de tratar de entrar en Jericó si no sería mejor
buscar un buen lugar donde acampar y organizar su propia vida. Pero nada más plantear esta cuestión fueron
arrestados por una tal Pandora venida directamente del interior de Jericó. ¡Oh, Dios mío!, dicho con todo el respeto.
Tras dos días dando vueltas y viendo que lo del
Chiripas no avanzaba demasiado, los más viejos del lugar se dirigieron a sus
congéneres explicando que en el año 1382 antes de Cristo (signifique lo que
signifique hablar de Cristo antes de que éste irrumpiera) ya hubo un tipo que
los encandiló para que se apostaran junto a Jericó para tratar de derribar sus
murallas y al final ese tipo se había colado en la ciudad y los dejó a todos
abandonados en el desierto.
Josué para contrarrestar esta afrenta se juntó con
un bardo, que había compuesto una jerigonza como mofa del gachó que se había
colado en Jericó, y cantó con él al unísono intentando restar importancia a lo
que habían hecho otros antes que él.
Los israelitas, con energías renovadas, siguieron
dando vueltas tras Josué, los siete sacerdotes cornudos (o trompeteros) y el
arca sagrada de manera que iban configurando un círculo la mar de hermoso.
Al sexto día el Chiripas no había regresado, pero
Josué dijo que no tenía importancia, que nosotros a lo nuestro que es dar
vueltas a las murallas.
El séptimo día dieron la última vuelta y los siete
sacerdotes hicieron sonar sus cuernotrompetas. Los israelitas convertidos en masa enardecida
empezaron a dar gritos de guerra con tanto fervor que no se dieron cuenta de
que Josué, los siete cornudos y el arca se colaban en Jericó y los dejaban abandonados,
una vez más a su suerte.
Así quedaron los israelitas desencantados, apáticos,
abatidos… Y seguirían así hasta que un nuevo Josué apareciera dispuesto a
liberarlos liderarlos… O hasta que
decidieran ser dueños de sus propios destinos y no dejarse guiar por nadie ni
tratar de entrar en Jericó. Porque de
Jericó no se sabe de nadie que haya regresado íntegro.
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