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domingo, 22 de mayo de 2016

La moraleja del cuento de la lechera



Con este pensamiento
enajenada, brinca de manera
que a su salto violento
el cántaro cayó.

La lechera soltó varios juramentos y mecagüens que el buen decoro no me permite transcribir, pero no lloró en absoluto.  Cuando se cansó de jurar en arameo recogió el cántaro y se dirigió de nuevo a su granja.  Total, al día siguiente tendría que ordeñar de nuevo a la vaca y, con la misma cantidad de leche, dirigirse de nuevo al mercado. Así, pues, la inversión bien podría esperar un día cuando de tan grande empresa se trataba.

A la mañana siguiente, bien temprano, la lechera se dirigió de nuevo al mercado y vendió la leche y compró los huevos.  Incubolos y ciertamente tan solo fallaron unos pocos, así que tuvo todo el verano para engordar una centena de hermosos pollos que llevó al mercado.  Con lo que le dieron de los pollos compró, no uno sino tres lechones.  A todo esto la vaca continuaba dando leche y había que ordeñarla.

Recogió bellotas, molió trigo y guardó el salvado que remojó con el suero que recogía tras hacer algún que otro queso y alguna pastilla de mantequilla.  Alimentó así a los lechones que en pocos meses pasaron a ser garrapos, pero tan gordos que arrastraban la barriga por el suelo.  Y la vaca que daba leche.

Llevó los cerdos al mercado y sacó tanto dinero que compró una docena de vacas lecheras que en breve parieron otros tantos terneros.  De estos doce terneros ocho eran hembras y cuatro machos, así que guardó las terneras y capó y engordó a los terneros que luego vendió como bueyes de tiro.  Y cada día tenía que ordeñar veinte vacas que en poco tiempo volvieron a criar.  Y ya tenía más de treinta vacas.

Tuvo que hacer una cuadra más grande, alquilar más tierras para sembrar forraje.  Comprar maquinaria pesada para preparar los ensilados y sembrar hectáreas y hectáreas de buen cereal, y cada mañana ordeñar más de treinta vacas dos veces al día todos los días.

Pronto el pelo de la lechera se tornó del color de la leche, la piel del color de la tierra y las arrugas se le hicieron fueron tan profundas como los surcos que abre una buena yunta de bueyes.

Y es entonces cuando la lechera, ahora sí, desesperada por ver su sueño hecho realidad, una realidad horrible, se sentó abatida y lloró desconsolada.  ¡Pobre lechera!  ¡Qué compasión!

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