Con este
pensamiento
enajenada, brinca
de manera
que a su salto
violento
el cántaro cayó.
La lechera soltó
varios juramentos y mecagüens que el buen decoro no me permite transcribir,
pero no lloró en absoluto. Cuando se
cansó de jurar en arameo recogió el cántaro y se dirigió de nuevo a su
granja. Total, al día siguiente tendría
que ordeñar de nuevo a la vaca y, con la misma cantidad de leche, dirigirse de
nuevo al mercado. Así, pues, la inversión bien podría esperar un día cuando de
tan grande empresa se trataba.
A la mañana siguiente,
bien temprano, la lechera se dirigió de nuevo al mercado y vendió la leche y
compró los huevos. Incubolos y
ciertamente tan solo fallaron unos pocos, así que tuvo todo el verano para
engordar una centena de hermosos pollos que llevó al mercado. Con lo que le dieron de los pollos compró, no
uno sino tres lechones. A todo esto la
vaca continuaba dando leche y había que ordeñarla.
Recogió bellotas,
molió trigo y guardó el salvado que remojó con el suero que recogía tras hacer
algún que otro queso y alguna pastilla de mantequilla. Alimentó así a los lechones que en pocos
meses pasaron a ser garrapos, pero tan gordos que arrastraban la barriga por el
suelo. Y la vaca que daba leche.
Llevó los cerdos
al mercado y sacó tanto dinero que compró una docena de vacas lecheras que en
breve parieron otros tantos terneros. De
estos doce terneros ocho eran hembras y cuatro machos, así que guardó las
terneras y capó y engordó a los terneros que luego vendió como bueyes de
tiro. Y cada día tenía que ordeñar
veinte vacas que en poco tiempo volvieron a criar. Y ya tenía más de treinta vacas.
Tuvo que hacer
una cuadra más grande, alquilar más tierras para sembrar forraje. Comprar maquinaria pesada para preparar los
ensilados y sembrar hectáreas y hectáreas de buen cereal, y cada mañana ordeñar
más de treinta vacas dos veces al día todos los días.
Pronto el pelo de
la lechera se tornó del color de la leche, la piel del color de la tierra y las
arrugas se le hicieron fueron tan profundas como los surcos que abre una buena
yunta de bueyes.
Y es entonces
cuando la lechera, ahora sí, desesperada por ver su sueño hecho realidad, una realidad
horrible, se sentó abatida y lloró desconsolada. ¡Pobre lechera! ¡Qué compasión!
No hay comentarios:
Publicar un comentario