Después de pasar ocho años en la escuela sufriendo las
humillaciones, el autoritarismo, el desprecio, la violencia física y
psicológica que solo puedo describir como torturas públicas, por parte de
psicópatas ejerciendo la profesión de maestro apareciste tú. Aquello fue como una explosión de libertad
que hubo que aprender a gestionar.
Pasamos de “nada de lo que digas importa salvo para propinarte una
paliza” al “todo lo que dices tiene valor porque eres una persona y como tal
debes desarrollar tus capacidades”. Esa
fue la actitud que percibí en tu trabajo.
Cualquiera podría pensar que, visto el panorama que te
antecedía, era tarea fácil parecer, siquiera, algo mejor que la pandilla de
fascistas descerebrados que ejecutaban su trabajo con saña y deleite; pero
también te quedó la ardua tarea, al menos en mi caso, de gestionar esa maraña
de emociones, inseguridades y agresividad creada por todo ese tétrico pasado.
Desde el primer momento pusiste orden en mi cabeza. Me ayudaste a fomentar el espíritu crítico
que estaba allí esperando a que tú lo regaras y abonaras para que pudiera
empezar a florecer. Supiste explicarme
que el hecho de ser pequeño o mayor no era un estatus diferente al de ser
persona. Conseguiste que fuera a la
escuela con alegría. Lograste
despertarme el afán de aprender y aunque llegaste tarde para apartarme del
fracaso escolar (me adapté a ti, pero no al sistema educativo) sí hiciste de mi
un buen alumno y mejor persona en los tres cursos que pasamos juntos, logrando
incluso algún sobresaliente en mi expediente académico, cosa que no volvería a
repetirse.
Después de la escuela continuamos manteniendo una
relación entrañable y, si me lo permites, en cierto modo cómplice, con la
complicidad de quienes han vivido algo grande, algo que va más allá de lo
meramente académico, porque lejos de transmitir conocimientos, transmitías
valores.
Hoy te has ido, así, como se va el año. Te has ido apagando con los días del
calendario. Me has dejado cuando aún albergaba
la esperanza de quererte inmortal.
Andrés Sánchez Otín aunque tú cuerpo haya muerto continuarás toda mi
vida a mi lado, en mi pensamiento, en mis recuerdos y en mis procesos mentales
que ayudaste a restaurar.
Amigo mío, maestro, que la tierra te sea leve.