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jueves, 12 de noviembre de 2020

De sacrificios y pandemias

 Así como Yahvé le pidió a Abraham que demostrara su fe en Él sacrificando a su hijo (aunque luego el Yahvé recogiera carrete y le dijera, cual despiadado especista, que con que sacrificara un corderito ya le valía).  Así como los antiguos griegos sacrificaban cien bueyes en sus famosas hecatombes a mayor gloria de los dioses.  Así como los antiguos romanos ofrecían en sacrificio a vírgenes y prisioneros.  Así como los mayas sacrificaban a prisioneros y niños a mayor gloria de los dioses.  En definitiva, así como las diferentes culturas imperialistas de cultura patriarcal han ofrecido sacrificios a sus dioses, nuestra sociedad, la sociedad neoliberal, la sociedad mercantilizada, el capitalismo que vivimos, ha ofrecido en sacrificio a la juventud para mayor gloria del capital.  Y lo ha hecho señalándolos como los casi únicos culpables de la proliferación de los contagios a consecuencia de la Covid (alerta, este texto contiene información Covid19.  ¿Desea continuar?)  Porque de manera machacona se insiste una y otra vez en que los jóvenes hacen botellones, se pasan porros, se besan, van sin mascarilla y ¡nos quieren matar a todos!  Pero este pensamiento no se transmite directamente, sino que se repite de forma velada y machacona hasta que, como si se tratara de un proceso osmótico, acaba insertado en nuestro pensamiento y, a partir de ahí, ya tenemos barra libre para cargar contra esa casi clase social que es la juventud y, claro, si cargamos contra la juventud es más fácil que nos despistemos de lo esencial: produce y consume.

 

Una pequeña reflexión:  si las muertes directas por accidente de trabajo en 2019 fueron 695 y los accidentes no mortales con baja laboral fueron 635.227, ¿de verdad creen que los puestos de trabajo, por arte de birlibirloque, se han convertido en lugares seguros para no contagiarse la Covid?  ¿En serio?  ¿A quién tratan de convencer de que se puede morir en el tajo pero no contraer Covid?  Porque resulta que ahora, la solución para acabar con la pandemia pasa por ir a trabajar, al centro comercial y encerrarse en casa para consumir Amazon, Aliexpress, Netflix o Movistar.

 

Cierran mercadillos o reducen los aforos.  Claro, todo el mundo sabe que al aire libre es peligrosísimo el tema de los aerosoles y los contagios (sarcasmo), no como en los centros comerciales y grandes supermercados donde se juntan, en un espacio cerrado, decenas de personas para autoservirse los productos que compran, o lo que es lo mismo, para comprar un paquete de macarrones que han tocado unas quinientas personas antes que tú.  Si por lo menos se hubieran cerrado las grandes superficies y permitido únicamente el comercio en el que te sirven el producto…

 

Toques de queda a las once de la noche.  Así nos vamos a dormir bien pronto y al día siguiente estamos frescas como rosas para seguir siendo productivos.

 

Cierres a las ocho de la tarde para actividades no esenciales.  Así acabamos con el activismo militante limitado por las reuniones limitadas a seis personas y por los horarios de las personas trabajadoras que se ven imposibilitadas de militar por falta de tiempo material.  Solamente pueden reunirse en espacios cerrados de centenares de personas para trabajar, pero no para reclamar justicia social.

 

Imposibilidad de desarrollar una cultura alternativa a la oficial, única declarada segura frente a la Covid.  ¿Será la subvención o el control, cuando no organización institucional, lo que crea defensas frente a la pandemia?

 

En fin, que no estoy dispuesto a sacrificar a nuestra juventud en pos del capital ni a convertirme en una mera máquina de trabajar y consumir.  Cabreado me tienen.

domingo, 23 de agosto de 2020

Casa deshabitada, casa okupada

Oye, que la cosa está mucho peor de lo que dicen en las noticias.  Y no creas que es algo que me han contado.  Que te lo digo yo, que me ha pasado a mí, que no hablo de que alguien me ha dicho que le han dicho o que le ha pasado, no.  Esto me pasó a mí y es muy gordo.

 

Fue hace ya una semana.  Como cada día fui a bajar la basura.  Con lo puesto y el móvil, que yo el móvil no lo suelto ni para ir al baño.  Bueno al baño es donde siempre lo llevo.  Pero no quiero despistarme de lo que te quiero explicar.

 

Bajé la basura.  Fui hasta el contenedor que, como sabes, está como a veinte metros de casa y, tonto de mí, nunca cierro la puerta de entrada, ni la del piso.  Si total, es un momento de nada.  Y además mi mujer, mi amorsote querido estaba en casa, así que, ¿para qué narices iba a cerrar la puerta?  Total, que cuando vuelvo de tirar la basura me encuentro con el portal cerrado y yo venga a llamar al timbre y dale, que dale y nada, de nada.  Que se me habían metido los okupas en casa, joder.  Y yo sin llave.  ¿Cómo iba a pensar yo que tenía que llevarme llave y cerrar la puerta porque en cuanto sales de casa, ¡zas!, viene un okupa y se te mete y no hay forma de sacarlo.  ¿Y mi chica?  ¿Qué habrán hecho con ella?

 

Después de tocar infructuosamente al timbre y de llamar al teléfono de mi señora, que daba como que estaba apagado o fuera de cobertura, llamé a la policía.  ¿Qué creéis que hizo la policía?  ¡Na-da!  Eso es lo que hacen con la pobre gente como yo.  No me hicieron ni caso y mira que describí la situación con pelos y señales.  Diría que hasta oí unas risitas al otro lado del teléfono.

 

Visto que la policía no estaba de mi parte me decidí a buscar a una gente que me habían dicho que “trabajaban” al margen de la ley y que eran muy eficaces en su cometido: Desokupa, se llaman; y estos sí me hicieron caso enseguida.  No quisieron siquiera detalles de lo sucedido.  En un decir Jesús ya estaban en el portal de casa dos señores enormes y tope mazados.  Oye, que daba gozo verlos.  Todos esos músculos y esa ropa apretada que marcaba todo.  Como para no asustarse si vienen a por ti.

 

     Tranquilo— me dijeron— vamos a sacar a esos hijos de puta de tu casa.  Apártate por si hay un poco de baile.

 

Crucé al otro lado de la calle para dejarles hacer tranquilamente su trabajo.  En un pis pas consiguieron abrir el portal y se metieron y yo confié plenamente en la profesionalidad de esos individuos capaces de dejar todo cuanto pudieran estar haciendo para atender mi llamada y colarse en mi casa como si fuera la casita de paja de uno de los tres cerditos.

 

Pasó una hora, dos, doce y se hizo muy de día.  El calor ya empezaba a apretar cuando pude ver que salían los dos “armarios roperos” de mi casa.  Me acerqué a ellos y la primera impresión es que ya no tenían ese aspecto de fascistas asesinos con el que llegaron.  De hecho, parecían dos dulces criaturas satisfechas de la vida.

 

     ¿Y bien?

     Bueno, esto es más complicado de lo que creíamos.  Vamos a necesitar volver varias veces para poder desalojar a la…, a los okupas esos.

     Pero esto es una vergüenza, ¡es mi casa!

     Claro, claro, pero el gobierno ya sabes que solo apoya a los okupas y a la pobre gente trabajadora que nos hemos dejado la vida para poder tener un techo, nos dejan de lado.

 

Y oye, que así llevo ya una semana viviendo en un hostal junto a mi casa, recibiendo casi a diario a los muchachos de desokupa y esos putos okupas viviendo a cuerpo de rey en mi salón, mi cama, mi cocina…  Pero no sigo sino me dan ganas de echarme a llorar.  Tan solo quiero decir una cosa a favor de los okupas estos, porque lo cortés no quita lo valiente, y es que por lo menos tienen algo de corazón, ya que me dejaron una maleta en la puerta con buena parte de mi ropa y mi cartera…  Lo que más me preocupa, de todas formas, es ¿dónde se habrá metido mi mujer?

domingo, 10 de mayo de 2020

Funcionarios


Independientemente del color de gobierno de turno, uno tras otro, absolutamente todos han jugado la baza de los funcionarios con frases tan del gusto popular como: son unos vagos, se aprovechan de que no los pueden despedir, no sirven para nada, hay demasiados, cobran mucho, es insostenible mantener una administración tan hinchada y un largo etcétera de eslóganes, estos sí, de corte populista.

Así las cosas, un gobierno tras otro ha usado el comodín del funcionario para decir que aplicaba recortes para “ahorrar dinero de todos los españoles”, que es como el chocolate del loro, que, por si alguien no lo sabe, consiste en, recortar los gastos de casa, dejando de dar chocolatinas al pobre loro.

Estos recortes han consistido tanto en pérdidas de pagas extras (cierto que después se abonaron, con la consiguiente disminución de ingresos debido a la inflación) en congelaciones salariales, año tras año, recortes en días de descanso y, lo más peligroso, en la no reposición y, como les gusta decir a los políticos, la amortización de las plazas vacantes; esto es, cuando alguien se jubilaba, no solo no cubrían la plaza, sino que la eliminaban.  Todo esto aplaudido por la masa enfervorecida que descargaba su impotencia sobre la propia clase trabajadora, que, lo creas o no, es lo que acabamos siendo lxs funcionarixs.

Nuestras reivindicaciones, cierto que tibias en algunos casos, eran vistas como una pataleta de una clase privilegiada, pero nada más lejos de la realidad y esta crisis ecológica, sanitaria, social y económica nos está dando la razón a quienes íbamos más allá de la mera oposición a la pérdida de ingresos.  Realmente lo que veíamos y lo que se estaba reivindicando era que no se renunciara, por parte del Estado, a la capacidad de atender las demandas de la población como merecen.

El adelgazamiento de la administración, perdón.  El adelgazamiento de la masa trabajadora de la administración (la clase política no ha sufrido nunca estos ataques, ya que nadie es tan idiota como para legislar en su contra) ha tenido como consecuencia que estuviéramos trabajando siempre al límite de nuestras capacidades, es decir, con lo justo para ir tirando.  En el momento en que ha aparecido un problema de calado es cuando ha emergido la realidad del colectivo laboral de la administración y no solamente el sanitario del que tanto se ha hablado.

En realidad, el que no puedas recibir el pago del ERTE que necesitas sí o sí, se debe a la carencia del personal necesario para llevar a cabo la labor que se demanda.  Porque cada vez que aparece el presidente o el ministro de turno a anunciar una nueva prestación, no está escribiendo una carta a los reyes magos, o no debería creer que lo está haciendo, lo que realmente está proponiendo es movilizar a un colectivo de personas trabajadoras que han de llevar a cabo la tarea de que recibas esas prestaciones en tiempo y forma.

De poco sirve, ahora, aumentar la contratación de personal laboral de refuerzo, puesto que el desempeño de la tarea requiere de una formación y una profesionalización que no se adquiere en unos pocos días, necesita recorrido como en cualquier trabajo mínimamente especializado.

Así que cuando te alegres por los recortes que sufrimos lxs funcionarixs, piensa que en realidad somos empleadxs públicxs y por tanto trabajamos para ti, o sea que de lo que te estarás alegrando es de recibir un nefasto servicio por parte de quien debe prestártelo.

Conste que entiendo el enfado que te puede producir el topar con el muro de la administración en determinados momentos en que esperas que te responda, y que la cara visible de ese muro seamos lxs pringadxs de turno que estamos frente a ti.  Con eso bregamos todos los días y lo tenemos más que asumido.  Pero no puedes olvidar que mereces una administración que pueda tramitar y ofrecerte un servicio de calidad y justo.  No debes dejar que te expongan a una administración incompetente y carente de recursos, porque sin buenas personas profesionales y que pueda gestionar escrupulosamente su trabajo vas a quedar en desamparo.

Tampoco el discurso de la privatización de determinadas áreas o prestaciones contribuye en absoluto a hacer el trabajo eficaz.  A lo único que contribuye es a que alguien se lucre con lo que debería ser público y utilizará cuanto esté a su alcance para ganar más y más dinero.  Basta echar una mirada a lo sucedido en las residencias de ancianos o en los hospitales.  Pero sin tener que recurrir a esos ámbitos, hay otros ejemplos que puedes conocer muy bien, me refiero a las bajas gestionadas desde las mutuas o los ceses de actividad de los autónomos también gestionados por estas entidades sin, supuestamente, ánimo de lucro.

No permitamos que la incompetencia de los políticos se cubra con la privatización de la administración pública.  No permitamos, bajo ningún concepto, la pérdida de calidad de los servicios públicos.  Peleemos ahora y siempre por unos servicios públicos de calidad y, añadiría, autogestionados.  Mereces, merecemos, que nuestros derechos no se vean mermados por la precariedad laboral y el falso ahorro.  No podemos permitirnos el lujo de renunciar a lo nuestro, a lo que nos pertenece porque lo pagamos entre todxs y porque es la forma más justa y solidaria de facilitarnos el apoyo mutuo necesario para tener una vida digna.  Y, sobre todo, porque lo público es, o debe ser, un bien social y no un bien lucrativo que es lo que, la final, representa la iniciativa privada.

sábado, 11 de abril de 2020

La Revolución Científica

ENRIC MERCADER

El tercer día volvieron a llamar a la puerta.  Volvió a abalanzarse sobre ella y a abrirla de sopetón.  Se topó con cuatro policías, una señora con cara de pocos amigos y la cabecita del director que trataba de ocultarse tras todos esos cuerpos.  Dos de los policías se abalanzaron sobre Enric sin darle tiempo a reaccionar.  Los otros dos entraron junto con la señora y el director que los seguía tímidamente, aunque señalando hacia el comedor.  Allí encontraron a las dos niñas adormiladas, con la tele encendida y una ingente cantidad de bolsas de ganchitos cubriendo la alfombra del comedor.

Mercader se acomodó como buenamente pudo en el suelo, bajo el peso de los dos fornidos policías que le aplastaban la cara sobre el pegajoso pasillo.  Unas pelusas vinieron volando desde debajo del radiador y se le pegaron en las fosas nasales provocando un extraño estornudo que hizo rebotar a los policías sobre su espalda.  Teniendo en cuenta que los policías son poco amantes de las atracciones y dando por supuesto que lo que acababa de suceder era más propio de un simulador de terremotos que de una persona humana que ha recibido el ataque de las pelusas asesinas, estos pusieron mayor empeño en inmovilizar a Enric.  Como consecuencia de la presión ejercida, las fosas nasales quedaron completamente taponadas y Mercader tuvo que entreabrir la boca para poder llenar sus pulmones de aire, con lo que consiguió dar una fuerte bocanada que arrastró un amasijo de pelusas hasta su tráquea.  Esto hizo que se revolviera entre espasmos, a lo que los policías respondieron con puñetazos y porrazos en los costados haciendo que, como si de una maniobra de Heimlich se tratara, saliera el amasijo de pelusas disparado.  Agradecido, Enric, permaneció inmóvil llorando por el alivio producido.

Los otros dos policías salieron del comedor llevando de la mano a las hijas de Enric: Quica y Luisita que, bajo los efectos casi lisérgicos que proporcionan tres días alimentándose de ganchitos, sonreían embobadas.  La señora con cara de pocos amigos se plantó frente a mercader sus sinuosas pantorrillas y entreabriendo las largas piernas se presentó diciendo que era asistente social y empezó a leer el acta de ejecución de la acogida de las niñas en una institución benéfica.


PAUL DEL POTRO, Teoría social de los neojemeres ocres
Sobre las relaciones sociales del neorural

El profesor Carmona expuso en su tratado sobre el orden colectivo, cuál era su concepción de las relaciones sociales del hombre de la nueva era, y lo hizo resumiéndolo en una contundente frase que rezaba:
“A los amigos el culo.  A los enemigos por el culo y al resto de la gente, la legislación vigente”

Frente a estas consideraciones, no puedo más que expresar mi más profundo desacuerdo.  Precisamente este tipo de actitud, así descrita, es lo que ha llevado a nuestra sociedad al desastre más absoluto.  Ha sido lo que la ha ido degradando a lo largo de los siglos, hasta conformar unas relaciones sociales insostenibles, en las que pesan mucho los lazos sentimentales o de afección y poco los sentimientos colectivos.

Para poder construir nuestro nuevo modelo de sociedad rural hay que romper con todo lazo afectivo.  Entendido por afectivo aquel que se deriva de lo que, en tiempos pretéritos se dio en llamar “el amor cortes”.  Hay que abandonar de una vez por todas esos lastres que nos impiden desarrollar todo el potencial que llevamos dentro y, que poco a poco, se ve mermado en favor de unas relaciones que no nos aportan nada positivo como sociedad.  Aunque en un primer momento nuestra individualidad se nos muestre reacia a abandonar los lazos afectivos, hay que ser lo suficientemente osado y transgredir el orden establecido en nuestro fuero más interno, para ser capaces de crear la nueva era desde unos nuevos cimientos de raciocinio.  La revolución rural debe comenzar por uno mismo, para que luego pueda extenderse al resto de los individuos hasta integrarlos en la comunidad, para que así la comunidad pase a ser el todo y el individuo se diluya en ella.

El primer paso es el de rehuir el enamoramiento.  Por tanto, conviene tener muy claro que el individuo no puede ver mermada su capacidad de decisión por el simple hecho de tener un lazo de amor con otro individuo.  El amor nos impide razonar y actuar de manera adecuada, ya que somos incapaces de anteponer el bien común a nuestra pareja.  La promiscuidad es un buen antídoto para comenzar a abandonar los viejos vicios relacionados con el enamoramiento.  Cuanto más sexo practiquemos con un mayor número de individuos, menores posibilidades de vernos abocados al enamoramiento.  Eso sí, hay que tener muy claro que, debido a siglos de dominio amoroso, tras cada relación sexual aparece algo parecido al enamoramiento que nos puede obnubilar.  Precisamente es contra eso contra lo que nos tenemos que revelar.  Lo mejor es, apenas acabada la cópula, salir huyendo sin dar tiempo siquiera a mirar los ojos del otro individuo.  Es el peaje que tendrán que pagar los pioneros del nuevo orden.




ENRIC MERCADER

Aún no había acabado de tachar el día sesenta y dos del calendario subversivo, que indica que nos encontramos en el mes del trasplante de las coliflores, y ha vuelto a sonar el timbre.  ¡El timbre!  ¡Es el timbre!  El rotulador sale disparado de tus manos y te abalanzas a abrir la puerta mientras, en un gesto de coquetería casi olvidada, tratas de ordenarte un poco el pelo.  Abres con la mejor y más sensual de tus sonrisas dibujada en el rostro y se queda ahí, congelada, al ver a dos tipos con aspecto de estibadores portuarios (si es que los estibadores portuarios se caracterizan por tener un aspecto determinado.  Pero se entiende ¿verdad?)

    ¿Enric Mercader?
    Sí, soy yo.
    Tendrá que acompañarnos.
    No, lo siento.  No puedo moverme de casa.  Estoy esperando a mi mujer y va a llegar de un momento a otro.
    Nosotros también lo sentimos, pero tiene que acompañarnos.  Vístase con algo decente si lo desea porque nos vamos enseguida.

Trata de cerrar la puerta, pero no ha calculado bien la fuerza de aquellas bestias y lo mermado que estaba físicamente a consecuencia de los recientes escarceos con Jack, de modo que entraron, arrojaron a Enric al suelo, lo esposaron, le vendaron los ojos y, a trompicones, le obligaron a bajar las escaleras.  No tardó en golpearse la cabeza contra las paredes de los descansillos.  Las rodillas tropezaban constantemente con los hierros de la barandilla y pese a todo, los gorilas insistían en la urgencia del traslado.  Hubo un momento en que, desorientado, trastabilla pensando que no va a hacer pie y va a caer rodando escaleras abajo, pero resulta que ya ha llegado a la entrada del edificio, con lo cual, al estrellar el pie derecho con tanto ímpetu contra el suelo, consigue que un fuerte dolor lumbar lo deje doblado sin apenas poder caminar.  Los dos fornidos muchachos lo toman uno de cada brazo y lo elevan un par de buenos palmos del suelo, haciendo así más rápido el acceso a un vehículo que está aparcado en la entrada.

No sé yo si quien lee estas líneas se ha visto alguna vez en la tesitura de tener que acceder a un vehículo con los ojos vendados.  Es una extraña sensación.  El tiempo transcurre de una manera atípica.  Parece que estés dando vueltas a un mismo sitio o que recorras un montón de kilómetros cuando en realidad apenas te has movido del punto de partida.  Vamos, que quedas totalmente desorientado.

Después de lo que a Enric le pareció una eternidad se detuvo el coche.  Sus amigos los gorilas lo arrancaron del interior del coche y lo arrastraron durante un buen trecho.  Había un ruido espantoso de motores.  Por un momento, Enric, piensa que se encuentra sobre un puente que atravesara una autopista o algo así y cree que van a arrojarlo sobre un intenso y veloz tráfico.  Tampoco le importa demasiado, al principio, porque conforme se van acercando al origen del ruido los esfínteres se aflojan y empieza a patalear y a llorar suplicando que no lo maten.


    ¡Cállate chalao! —dijo uno de los estibadores portuarios —Sólo vamos a subirte a un avión.

Mercader siente vergüenza de ser tan cobarde.  Creía que la vida sin su Luisa no valía nada y, ya ves, a la hora de la verdad se convierte en un pusilánime.

Lo suben al avión, lo sientan en una butaca, le atan el cinturón de seguridad y al cabo de una eternidad nota como aquello empieza a moverse.  Cuando ya llevan un rato volando le sueltan el cinturón, le quitan la venda y le quitan las esposas.  Entonces descubre que se encuentra en un avión privado bastante grande.  Bueno, en realidad no tiene modo de saberlo ya que, Mercader, no había subido nunca en un avión privado, pero, de todas formas, cree que es grande para ser privado, y cree que es privado porque en el avión o viaja nadie más que él y esos dos gorilas que lo miran como si les debiera dinero.

    Vamos —dice uno de ellos —Te enseñaré donde está el cuarto de baño.  Te das una ducha y te pones la ropa que encontrarás allí.  Apestas.

En lo que cuesta darse una reconfortante ducha caliente y embutirse un chándal que había allí preparado, suena el aviso de abrocharse el cinturón de seguridad.  Así que sale del baño, toma asiento y vuelven a vendarle los ojos.

El avión se posa suavemente, al contrario de lo que recordaba de sus últimas vacaciones en vuelo low cost.  Lo obligan a bajar del avión y lo meten en un coche, con lo que vuelve a encontrarse desorientado y sin capacidad de aproximar el tiempo que pasa hasta que el coche se detiene, mientras el olor a monóxido de carbono propio de los parkings azota las fosas nasales de Enric.  Se apaga el motor del coche y le quitan la venda.  Efectivamente, tal como había intuido, se encuentran en un parking.  Un parking como todos los parkings: sucio, pestilente, oscuro…  Toman el ascensor y tras ascender varios pisos se abre el ascensor frente a un pasillo flanqueado de innumerables puertas, pero se dirigen a la del fondo.  Todas las puertas son lisas.  Se diría que están hechas de baquelita de color naranja, pero la del fondo es de madera de roble, labrada con volutas y hornacinas que la hacen destacar más, si cabe, en medio de la austeridad que desprende el resto de pasillo.

domingo, 5 de abril de 2020

Miguelito


Despertó Miguelito sobresaltado tras la pesadilla que acababa de tener.  Trató de no pensar en lo que había soñado porque mamá le había dicho que, si no piensas en los sueños al despertar, no tardan en desaparecer de la memoria y realmente funcionaba.  En pocos minutos ya estaba a punto de volver a dormirse, cuando una sacudida le recorrió el cuerpo.  ¡Era domingo!

El domingo era el mejor día de la semana.  Ese día se desayunaban bollos de canela.  Si papá se animaba a prepararlo, hasta podría remojarlos en chocolate caliente recién hecho y, por si fuera poco, el domingo, bajaba a la plaza a jugar a la pelota mientras mamá y papá tomaban el vermut o “el aperitivo” como le gusta decir a papá cuando bromea haciéndose el viejuno.

¿Cómo volver a dormirse ante tamaña perspectiva?  De un zarpazo se despojó de edredón y sábana y de un salto se plantó en mitad de la habitación para salir corriendo a abalanzarse sobre los somnolientos progenitores que despertaron con un leve gruñido que fue tornándose sonrisa complaciente.

   Qué susto más gordo, Miguelito —dijo mamá— Ven, métete dentro de la cama.

Miguelito se acurrucó entre ambos y recibió a cambio, un fuerte abrazo de gorila y es que, papá y mamá, aprovechan cuando se pone entre ambos, para entrelazarse y darse un fuerte abrazo hasta que Miguelito empieza a resoplar asfixiado, entonces se sueltan y ríen los tres juntos.

Todavía les dio tiempo de echar una última cabezada antes de levantarse, desperezarse, hacer una visita rápida al cuarto de baño y desenvolver los bollos de canela mientras papá ponía la leche a hervir para cocer el chocolate.  Aquel, tenía todas las trazas de convertirse en un domingo memorable.

Lentamente, la cocina fue llenándose del aroma, primero de la leche caliente y después, conforme iba espesando, del chocolate.

Miguelito salivaba, mamá salivaba, papá salivaba y los bollos aguardaban tiernos y aromáticos en la mesa.

Tras el desayuno solo quedaba lavarse un poco, peinarse bien y enfundarse el traje de futbol, regalo del pasado cumpleaños, y sacar la pelota de la cesta de los juguetes.  Sentado junto a la puerta aguardó impaciente, rebotando suavemente la pelota contra el muslo, a que mamá y papá acabaran de acicalarse para salir a la calle.

Fueron hasta la plaza y allí empezó a dar patadas a la pelota para calentar un poco antes de empezar a probar cuantos toques era capaz de dar sin que la pelota cayera al suelo.

   ¡Qué bueno te ha salido hoy el chocolate!
   Va, lo que pasa es que como no cenamos debías de tener hambre.
   Que no, que estaba muy bueno.  Ni demasiado claro, ni demasiado espeso.
   A mi lo que me apasionan son esos bollos de canela.  Cualquiera diría que lo de los bollos de canela está un poco pasado de moda, pero es que en el horno de Petra los hacen tan ricos.
   Sí, es una pena que no haya más hornos de los de toda la vida.
Así transcurría la conversación entre mamá y papá mientras trasegaban “canutillas” de cerveza, que era como, bromeaban, para llamar a la versión más pequeña de la caña que servían en el bar de la plaza.

Miguelito ya estaba practicando y contando los toques.

   Siete, ocho, nueve, diez, jope —la pelota al otro lado de la plaza.
Otra vez.
   Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve diez, once, doce —récord, récord, pensaba al tiempo que se desconcentraba y llegaba el fallo.
La pelota salió disparada en el toque número catorce y rodó calle abajo.  Miguelito corrió con todas sus fuerzas tras la pelota, pero esta parecía tener vida propia.  No se sabe de qué manera fue doblando esquinas y adentrándose en aquellas callejas que rodeaban la plaza.  Para cuando alcanzó la pelota, Miguelito, estaba totalmente desorientado.  En un primer momento echó a correr sin más preocupación, creyendo que al doblar la próxima esquina encontraría la plaza; después creyó que sería en la siguiente y poco a poco se fue inquietando más y más.

   No veo a Miguelito —dijo mamá preocupada.
   Estará detrás de las columnas.
   Hace rato que miro.
Ambos se acercaron un poco preocupados hacía la zona de columnas y a ambos se les heló el corazón al comprobar que Miguelito no estaba allí.

   ¡Miguelito! —gritaban
   ¡Mamá, mamá! —gritaba Miguelito— ¡Papá, papá!

Llorando y chillando se dio cuenta de que alguien lo agarraba suavemente del hombro.

   Hola, ¿tú eres Miguelito no?  El hijo de Jose y Ana.
   Sí, señor— respondió entre sollozos.
   ¿Dónde están tus papás?
   No lo sé.  Estábamos en la plaza jugando y no se volver.
   No te preocupes.  Mira, yo vivo aquí al lado.  Vamos a casa.  Te lavas la cara y llamo a tus papás por teléfono para que vengan a recogerte.
Miguelito le dio la mano a aquel señor tan amable que le sonreía y lo siguió hasta una casa que había allí mimo, en esa calle donde lo encontró.

El señor amable abrió la puerta del portal cediéndole el paso a Miguelito que entró dando saltos ya reconfortado mientras se sacaba el abrigo.  El señor amable se desabrochó el abrigo, aflojó la bufanda y se arregló el alzacuellos sonriendo mientras oteaba a derecha e izquierda en la calle para después dar dos vueltas de llave a la puerta de entrada.