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viernes, 14 de mayo de 2021

Diez de quince

 

Me dispongo a realizar un análisis desordenado con hilvanación caótica, debido a dos cuestiones fundamentales: por un lado, mi falta de estudios superiores que me incapacitan para manejar los mecanismos de construcción de reflexiones profundas, y por otro mi pereza infinita para organizar cuatro notas previas sobre aquello de lo que quiero escribir.  Así que si estás en disposición de sufrir, continúa leyendo, sino… ha sido un placer contar con tu breve estancia en esta mi humilde opinión.  Hasta pronto.

 

La cuestión que quiero tratar es el decimo aniversario del 15M, desde mi perspectiva particular, que no tiene porque coincidir con la de los medios más estridentes.  Ni tan siquiera tiene que coincidir con la visión que tú tienes sobre esos hechos, pero creo que merece la pena volver la vista  atrás, sin ningún amago de nostalgia, para ver que sucedió y tratar de entender qué narices está sucediendo y cómo ha sido la evolución de los acontecimientos y si ese molesto movimiento tiene algún tipo de responsabilidad en todo ello.

 

Como todo movimiento que se precie, el 15M no surge como una seta tras una lluvia de otoño.  En realidad, es un movimiento que se venía gestando desde mucho tiempo atrás auspiciado por las asambleas de parados (con muy poca resonancia mediática.  ¿A quién importaban los parados en medio del sueño inmobiliario?), el accidente del Prestige y la prepotencia con que se trató desde el gobierno y los medios de comunicación más agradecidos.  Las manifestaciones contra la guerra de Irak, el incipiente movimiento contra los desahucios y por el acceso a la vivienda, y un sinfín de “líos de gente” que de manera progresiva iban tomando conciencia del poder que tenían al alcance de la mano.

 

Así el estallido no arrancó tras una manifestación, sino que fue una consecuencia lógica de un largo recorrido y del estallido de la burbuja inmobiliaria que acompañaba a la última crisis capitalista mundial.  Aquello de gente sin casa, casas sin gente, parados por doquier y el cierre definitivo de lo que llevaba cierto tiempo moribundo: El Estado del Bienestar.

 

Fue una revuelta eminentemente urbana que se visualizó con las acampadas en las plazas emblemáticas de las ciudades.  Unas acampadas que se hicieron sin el pensamiento previo y paralizante ese, que pregunta de dónde vamos a sacar el dinero para tal o cual cosa.  Simplemente había algo que hacer y se hizo.  Las pancartas eran cartones pintados.  Los dormitorios tiendas de campaña o simples chamizos construidos con improvisación e imaginación, como se hacen las cosas buenas.  Lemas antiguos y lemas nuevos que removieron conciencias, que reportaron apoyos de toda clase.  Bueno de toda clase no, solamente de la clase obrera, la que realmente estaba allí debatiendo sobre sus problemas reales, su cotidianidad más cercana.  Huyendo de discursos elctoralistas o de cariz parlamentario (entendido parlamentario no como el que emana del habla sino como el que emana del parlamento donde habitan los políticos profesionales).  Porque cabe recordar que, durante los primeros días de la revuelta, los medios de comunicación del poder se esforzaron por denostar ese movimiento tachándolo de violento, de “desrrapados” y descalificando su capacidad para la organización, destacando incluso la suciedad que los acompañaba y el malestar que causaban a los “vecinos”.

 

Las reacciones por parte del poder tampoco se hicieron esperar.  Así pues, con la vil excusa de un partido de fútbol, el Conseller d’Interior Felip Puig ordenó la carga policial sobre las personas indefensas y pacíficas de plaça Catalunya, con la finalidad de “evitar males mayores”, pero la jugada no le salió bien.  Por primera vez se había producido una ruptura con la Cultura de la Transición y el lenguaje había virado hacia una concepción más saludable de lo que es la libertad, la democracia y, sobre todo, la violencia.  Creo, sinceramente, que este fue uno de los mayores logros del movimiento, el cambio de paradigma y la comprensión generalizada del uso torticero del lenguaje que llevaba demasiado tiempo marcando unas reglas del juego perversas.

 

No todo lo que hicieron me parece fantástico.  De hecho, la principal crítica que planteo sobre el movimiento es precisamente su carácter urbano que llevó a concentrar su fuerza, lo que a mi modo de entender las luchas es un error.  Considero que resulta mucho más fácil controlar a una gran masa de manifestantes en un único sitio, que a pequeños grupos de manifestantes en muchos lugares.  Creo que el propio movimiento así lo entendió hacia el final de su estancia en las plazas, por eso decidió extenderse con trabajo en los barrios y en los entornos rurales.  Es posible que pecaran de un exceso de optimismo, llevados por el gran éxito conseguido en tan poco tiempo y que no contaran con la capacidad de reacción del poder frente a los movimientos de disidencia.  Una vez agotada la vía de la violencia institucional por impopular se atacó la vía del silencio.  De dar únicamente voz al electoralismo que debía manar de toda pretensión de cambio.  Así estuvieron reclamando partidos de uno y otro pelaje que “si no estaban contentos con el statu quo (obviamente ningún político utilizó esta expresión), pues que crearan un partido, ganaran unas elecciones y cambiaran las cosas, y eso es lo que se fomentó con el impulso que se dio a Pablo Iglesias y su posterior formación política.  ¡Ojo!, no quiero que esta reflexión sirva para alimentar la “pablofobia”, no estoy señalando al político ni a su formación como culpables de la invisibilización del movimiento, simplemente detallo que acabaron convertidos, probablemente pese a ellos mismos, en los actores necesarios del cambio de escena que deseaba el poder, es decir, poder hablar cara a cara con quien se dice representante de un movimiento que, precisamente, se desgañitaba en decir que no tenían representación de ningún tipo.  No sé si recordarás las entrevistas en algún medio radiofónico en que la persona entrevistada como representante de tal o cual plaza, o del movimiento 15M, se negaba sistemáticamente a facilitar su nombre, con la finalidad de no desvirtuar esa representación.

 

Así pues, reducida la clase obrera a un mero actor del arco parlamentario, poco o nada importaba el trabajo que desarrollaba el activismo desplegado en barrios, pueblos y aldeas.  Directamente pasaron al olvido y a la frustración de caer de los cielos de la gloria, al infierno de la militancia.

 

Es cierto que por un breve espacio de tiempo se consiguió un sueño de ruptura con el Régimen del 78, pero ese sueño se vio truncado por la potencia de los medios de comunicación (principalmente la televisión) al servicio del poder.  También se vio truncado por lo que debía ser su fortaleza y es la falta de bagaje previo de muchas de las personas implicadas en el proceso.  Lo que le dio frescura y credibilidad, acabó siendo una parte de lo que frustró su recorrido.  Porque la lucha es dura, desagradecida y aburrida y puede desanimar a cualquiera.

 

Pero no todo lo que surgió en las plazas murió en las plazas.   El pasado nunca acaba siendo simplemente pasado, siempre forma parte, de una u otra manera del presente y del futuro.  Por eso creo sinceramente que la gran lección que aprendimos con la práctica del 15M fue que si los debates y las reflexiones, somos capaces de disociarlos de conceptos partidistas y electoralistas, seremos capaces de entendernos en aquello que nos afecta en nuestra cotidianeidad y no en lo que los medios se empeñan en vendernos como cotidianeidad, y podremos volver a soñar que otro mundo es posible.  Un mundo en el que quepan  muchos mundos.

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