Translate

lunes, 15 de septiembre de 2014

TEXTIL MANUFACTURES LABELEX (UN CUENTO CHINO)



No tengo demasiado claro cuando nací.  Todo depende de a quién preguntes.  Mi madre sostiene que soy caballo y mi abuelo que soy oveja.  Si atendemos a lo que dice mi madre mi alumbramiento habría ocurrido un día entre febrero de 2002 y enero de 2003.  Si por el contrario somos más partidarios de mi abuelo sería necesario fijar mi llegada al mundo entre febrero de 2003 y enero de 2004.  Yo, sinceramente, y sin ánimo de menospreciar a mi madre, me decanto más por la creencia de ser oveja, ya que mi carácter es más bien introvertido y resulto bastante inseguro, además, mi abuelo siempre ha tenido más memoria para todo.  En cualquier caso debo tener entre 9 y 11 años.  Como ya nadie recuerda que aspecto debe tener un niño con nueve años en contraposición a uno de once pues voy tirando sin ningún problema, además, aquí importa poco la edad que tienes mientras tus manos sean lo suficientemente pequeñas, hábiles y rápidas para desarrollar tu trabajo.

Nací en Shantou provincia de Cantón.  Esto lo sé porque me lo han explicado.  También me han contado que en Shantou hay mar y playa, pero nunca he podido verlos.  Apenas tengo recuerdos de vida en familia.  Únicamente vagas imágenes de pasear de la mano de mi abuelo por las orillas del permanentemente sucio y transitado Huangpu.

De mi madre apenas se lo que mi abuelo me explicaba: que ella no estaba porque tenía que trabajar mucho.  De hecho, he sabido que al tercer día de parir volvió al trabajo.  Lo único que ha quedado fijo en mi mente respecto de mi madre es el olor a trementina y un retrato amarillento que había en la única habitación de nuestra casa.  En aquel retrato aparecía sonriente y con un brillo en los ojos que no consigo trasladar a esa del olor a trementina.

¿Padre?  Ni idea.

¿Hermanos?  Esto es China.  Esto es una ciudad y hay una cosa que llamaron política de hijo único.  Parece ser que hubo suerte: soy niño y soy el primero.  Al menos eso es lo que me han dicho siempre.

No me contaron cuentos ni ninguna de esas bonitas leyendas orientales de dragones, dioses y sabios.  Bueno en realidad no consigo recordar que nadie me contara nunca nada de eso.  No sé si será debido a la Revolución Cultural y la Banda de los Cuatro, o a que no conseguiste fijar ninguna en la memoria.  Seguro que lo que ha quedado bien fijado en tú memoria son las consignas de los XVI y XVII congresos del Partido Comunista Chino repetidas hasta la nausea por los altavoces de la fábrica.  Así, pues, me dicen que tengo poco desarrollada la imaginación, como si hiciera falta desarrollarla para trabajar aquí.

Lo que sí recuerdo con absoluta claridad es el día en que, de la mano de mi abuelo, acudimos a la fábrica.  La impresión de adentrarme en un lugar inmenso, no más sucio ni destartalado que el resto de casas del barrio, pero sí más ruidoso.  El encuentro con el gerente fue rápido.  Apenas un breve intercambio de palabras y ya me sentaron en la silla de la que no me moví en una larga temporada.  Un camastro junto a mi cubículo y montones de mangas, cuellos y cuerpos de camisetas para coser.

Empecé trabajando por la comida y el camastro.  Pese a todo el gerente siempre se quejaba de lo caro que le resultaba mantenerme en ese puesto de trabajo, ya que no trabajaba al ritmo de los otros y, en cambio, consumía la misma cantidad de electricidad.  Cuando empecé a coger ritmo y a desarrollar un volumen de trabajo aceptable durante las catorce horas de la jornada laboral pasaron a pagarme 600 yuan al mes (unos 70 euros)  A esto había que descontar 150 yuan al mes por la comida y 30 yuan más por la electricidad y el agua.  El resto de dinero iba a parar a manos de mi abuelo que lo administraba como buenamente podía para ir subsistiendo él, mi madre y ahorrar un poco para mí.

Pronto alcancé gran destreza con la máquina de coser y como mis manos no crecían  el gerente estaba encantadísimo conmigo y así se lo hizo saber a un tipo extraño que paseaba un día por el taller.

Se trataba de un tipo paliducho con una clara pinta de extranjero.  Me resulta muy difícil describir a los hombres que no son chinos, ya que todos me parecen iguales.  Extremadamente pálido, con unos enormes ojos que escondía tras unas gafas de sol plateadas, corbata de rayas, traje negro y camisa dorada de seda.  Sus pies embutidos en unos afiladísimos zapatos negros de punta metálica le daban un aspecto peligroso y al mismo tiempo patético.

Como quiera que el tipo andaba buscando alguien de confianza que supiera cerrar el pico y yo soy poco dado a la cháchara, enseguida convinieron que había nacido para desempeñar el nuevo trabajo.

Lo primero que pretendían era que firmara un contrato, cosa a la que me negué rotundamente.  Si algo me había dejado claro mi abuelo era que no debía firmar contrato de ninguna clase.  Es bien sabido que en cuanto firmas un contrato de laboral tu vida queda permanentemente ligada a la empresa para la que trabajas y, si un día, por cualquier motivo, se te ocurre cambiar de trabajo, debes abonar una cantidad astronómica de dinero al patrono.  Así que nada de contratos.  El gerente y el tipo aceptaron mi negativa a regañadientes, sabiendo que sin contrato no me podían ligar para siempre a ellos, pero me hicieron prometer por mi madre, por mi abuelo, por mis antepasados y por Xi Jinping que no los traicionaría.  Lo hice, y desde entonces que estoy ligado, digamos, de por vida a Textil Manufactures Labelex.

Me instalaron en lo que sería algo parecido a una casa unifamiliar situada junto a la fábrica.  Era una casita con un pequeño jardín y una ridícula valla de madera que la rodeaba.  No había reparado en ella el día que llegué a la fábrica con mi abuelo, de manera que no se si es muy antigua o la acaban de construir.  Cuando entramos por primera vez me sentí algo mareado.  Con sólo pensar que ocuparía un espacio tan grande y con tanta intimidad me daban ganas de vomitar de la emoción.

Enseguida me explicaron en qué consistiría mi trabajo: poner etiquetas.  Lo primero que debía hacer era sustituir una vieja etiqueta que apenas se leía por otra, para ver cómo me desenvolvía.
     Oye tú.  ¡Eh!  El que está escribiendo.
     ¿Quién yo?- respondo sobresaltado
     Sí— me dice el tipo.
     Te advierto que soy un narrador omnisciente y controlo todos vuestros pensamientos, movimientos y absolutamente todo lo que pasa en el relato, así que trátame con un poco de respeto.
     ¡No me jodas, hombre!  Que sólo es para que el chico aprenda.  Acércate un poco- replica el tipo tratando de tranquilizarme.

No tuve más remedio que acercarme.

El tipo señaló algo que había prendido bajo los pelos de la nuca del narrador.  Parecía una pequeña etiqueta.
     Esto es lo que tienes que descoser con ese cortahílos.   Después le coses esa otra etiqueta que está ahí.  Continúa siendo vieja, pero así practicas.
Tomé el cortahílos y con la misma precisión y rapidez con que descosía las mangas mal encajadas solté la vieja etiqueta.
     Oye, un poco de cuidado que eso duele.
Tras retirar la etiqueta pude leer que tenía impresa en varios idiomas la palabra “gamberro”

El tipo me acercó una vieja etiqueta en la que se podía leer: “fracaso escolar” que cosí con toda la suavidad de que fui capaz en el cogote del autor, que esta vez no se quejó.
     Muy bien.  Ahora, como veo que te ha salido bastante bien vamos a colocar la definitiva.

Desprecintó una gran caja de cartón en la que había miles de diminutas etiquetas que tenían bordado en letras doradas las iniciales “TDA”  Rápidamente repetí la operación con el autor y pude ver como el tipo y el gerente sonreían satisfechos, no así el autor que anda con el cuello un poco torcido a consecuencia de tanto coser y descoser, pero no creo que sea nada grave.

A partir de ese momento mi única dedicación fue la de andar cosiendo etiquetas en el cogote de los diferentes niños occidentales.  Había múltiples etiquetas con variados nombres, desde el TDA, ya nombrado; el síndrome de Asperger, la inadaptación social, las dificultades afectivas, la socialización tardía, etc.

Cada día llegaban nuevas y variadas etiquetas que yo me dedicaba a coser tras, en la mayoría de los casos, descoser una antigua etiqueta que tenían allí adherida.  En realidad no se trataba de un trabajo agotador como el anterior, pero, eso sí, demandaba la mayor discreción, así que vivo tranquilo en mi casita con jardín sin apenas comunicarme con nadie, pero sabedor, al menos así me lo ha hecho saber el tipo, de que estoy desarrollando una gran labor social.
     ¡Mecagüen, cómo me pica esta etiqueta!

No hay comentarios:

Publicar un comentario