Vivimos tiempos en los que el pensamiento se hilvana
más a partir de eslóganes que de profundos desarrollos lógicos o con un mínimo de
coherencia y de firmeza temporal. Nuestra
ideología se va desarrollando más a golpe de tertulia televisiva, en la que,
realmente, no se profundiza en ningún tipo de ideología, sino que más bien, se
abusa de la falacia lógica y del espectáculo.
Es ese momento en que el plató de televisión tiene más parecido con una
encendida discusión de bar, a altas horas de la madrugada, bajo una gran masa
alcohólica, que con un grupo de pensadores, ideólogos o “sabios” que debaten
sobre cuestiones sociales, políticas o económicas.
Esa manera de hacer ha traspasado las fronteras de
los platós televisivos y se ha asentado en los diferentes espacios de poder
político. Así pues, ya no se limita al
mediático Congreso de los Diputados, lugar de monumentales broncas vacías de contenido,
pero cargadas de retransmisión televisiva, sino que ha invadido, incluso, aquellos
espacios que, en buena lógica, habrían de desarrollar una manera de hacer más
pragmática y menos falaz. De este modo,
resulta harto complejo dar con un pleno de ayuntamiento, por pequeña que sea la
localidad, que no se brinde más al espectáculo mediático que a la gestión y
oposición asentada en una u otra ideología.
En cualquier caso, tampoco quiero engañar a nadie. Lo que hagan los políticos y los tertulianos
con sus cosas de político y tertuliano me importa más bien poco. En realidad, me preocupa que esta manera de
hacer se está instalando más y más entre nosotras, las personas de a pie. Quiero decir que cada vez es más complicado
desarrollar un pensamiento o una discusión sin caer en el eslogan, la falacia o
la falta de memoria; esta última deliberadamente alentada desde los medios de desinformación
y los propios comunicadores y políticos, a quienes un pueblo desmemoriado les
va estupendo para afirmar una cosa y la contraria sin el menor rubor.
Conviene pues, abandonar a los mesías del
pensamiento, a los reyes del eslogan y, en fin, al consumo rápido de titulares
que pretenden una destrucción de cualquier ideología de raíz profunda para
volverlo todo gris.
Una ideología, entendida esta como la que nace en el
pensamiento más profundo de cada individuo, tiene un recorrido lento; se construye
a muy largo plazo y, además, tiene un componente circular; quiero decir, que no
se puede edificar sobre verdades inamovibles, sino que hemos de ser capaces de evolucionar
y cambiar determinados puntos de vista.
Hay que leer a pensadores próximos a lo que pensamos
y a sus antagónicos y a sus similares. A
veces hay que aburrirse con una lectura que tomaremos a pequeños sorbos para no
atragantarnos. Digerir poco a poco aquello
que nos cuesta asimilar o entender.
Poner en cuestión, sobre todo, aquello que nos parece como una “revelación”. En definitiva, no escatimar esfuerzos en
formarnos como personas de pensamiento crítico, independientemente de la edad
que tengamos (no hay límite de edad para continuar emocionándose con el
aprendizaje). Dedicar una parte de
nuestro tiempo a leer largos artículos que profundizan en noticias y sucesos actuales
y aportando diferentes versiones de lo que acontece. Debatir desde la humildad, sin querer vencer
la batalla dialéctica, sino más bien, buscando el enriquecimiento de escuchar
diferentes puntos de vista y viendo como funcionan los argumentos que hemos
construido internamente y que, en nuestra soledad, hemos sido incapaces de
verificarlos y por tanto detectar sus puntos débiles.
En definitiva, debemos bucear más en nuestro
interior y abandonar los eslóganes de los tertulianos, los economistas o las
estrellas de la comunicación. Seguir
nuestro propio yo al que iremos alimentando convenientemente y sobre todo huir
de los mesías del pensamiento y ponerlo todo en cuestión, especialmente esto
que acabas de leer.
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