Escribo estas líneas desde la sala de ordenadores de un
alberque que está situado en lo que parece una academia militar en desuso, que
debió ocupar el ejército de la antigua Yugoslavia. Me encuentro, en fin, de vacaciones en
Eslovenia, concretamente en Liubliana.
Pero no es de esto, concretamente, de lo que quería hablar. Pese a ello, debía explicarlo, ya que el
ordenador desde el que trato de escribir tiene un teclado configurado para
redactar en esloveno y, entre otras cosas, carece de tildes y donde está situada
la y griega se encuentra la zeta.
Quiero morir.
El turista accidental, además de dar título a este desvarío,
es una novela de Anne Tyler que trata, básicamente, de un redactor de guías de
viaje que odia viajar, así que se dedica a hacer guías de viaje para aquellas
personas que se ven impelidas a viajar, sobre todo por asuntos de negocios, en
contra de su voluntad.
No, yo no estoy aquí por obligación, al contrario, espero
este momento del año con verdadera ansia, ya que si algo me gusta en esta vida
es viajar. Pero no adelantemos
acontecimientos.
Hoy, entendido como el momento de redactar estas líneas
(en realidad, el hoy es que me estoy volviendo loco repasando todo lo que he
aporreado caóticamente), hemos tomado el coche de alquiler y nos hemos decidido
a cruzar una carretera llamada “el paso de los rusos”, ya que fue construida por
diez mil prisioneros de guerra rusos durante la primera guerra mundial. Una ruta realmente interesante, tanto por el
paisaje, como por la dimensión de la catástrofe que representó semejante
construcción. Por poner un ejemplo: doscientos
prisioneros perdieron la vida en una sola jornada debido a un
desprendimiento. Además, la carretera,
está salpicada de tumbas y monumentos en recuerdo de los prisioneros que allí
perdieron la vida.
Hasta aquí todo bien.
Acabamos la ruta, paramos en el pueblo que hay al final de la carretera
y tomamos té y limonada fría. Acto
seguido retomamos el viaje de regreso, pero claro, no lo hacemos por el mismo sitio,
ya que hablamos de una carretera realmente sinuosa, con curvas de trescientos
sesenta grados; así que prendemos nuestros maravillosos móviles y, gracias a la
aplicación de turno, le decimos que nos indique el camino de vuelta a Liubliana
evitando, eso sí, El Paso de los Rusos.
El móvil nos lleva por una carretera aceptable y nos indica que para
llegar a nuestro destino pasaremos por Italia y por Austria. ¿Qué problema hay? Estamos en zona Schengen. ¡Vamos allá!
Transitamos por Italia sin problemas, al fin y al cabo, es
un país relativamente civilizado.
Llegando a la frontera de Austria veo una especie de cafetería-club de
carretera, junto a la autopista, con un cartel amarillo en el que se puede leer:
“vignette”. Para mis adentros pienso:
— Mira tú que tontería de establecimiento aquí, en medio de
la nada, junto a la autopista. ¿Venden viñetas?
—conviene aclarar que llevábamos todo el día en danza y el cansancio empezaba a
hacer mella en mis maltrechas neuronas— No sé yo, para que leches quiere nadie
comprar aquí unas viñetas. Además, ¿de qué? ¿De Mortadelo y Filemón? ¿De Mafalda?
Mira que no, que no entiendo a estos austriacos.
Mas por aquello del ir conduciendo y pensando, fui
macerando la idea de las viñetas y, viendo que no conducían a nada concreto,
recordé que “vignette” es algo así como pegatina, pero como ya mi edad es avanzada,
también pensé:
—Mira tú que gansada, ¿para que leches ponen en este
erial una tienda de pegatinas? ¿Quién
puede tener la urgencia de comprarse una pegatina de Leif Garrett o Demis
Roussos? Yo que nunca he sido fan del Súper
Pop. —Date cuenta de cuál será mi edad con estos referentes musicales. ¡Madre que creo que necesitaba un descansito!
En estas que me vino la iluminación. Si en Eslovenia habíamos comprado una especie
de pegatina que llevábamos pegada al parabrisas para poder circular por el
país, tal vez era eso lo que vendían en esa tienda. Así que se lo hago saber a mi dilecta esposa.
— Esto, ahí creo que vendían pegatinas para el coche y creo
que no eran las de “papá no corras”.
— Va, pero si vamos a Eslovenia. Austria no la vamos a tocar más que veinte kilómetros.
Claro, pensé yo, mucho afán recaudatorio han de tener
esta gente, y ser muy malas personas, para hacernos comprar una pegatina feísima
por veinte kilómetros de mierda. Con que
continúo conduciendo como si nada.
Ni un minuto había pasado cuando nos sacan de la autopista
avisando de un control. Aquí, si no
habéis abandonado todavía la lectura de este muermo, tengo que poneros en
antecedentes:
Resulta que debo de usar algún tipo de desodorante que,
en lugar de atraer a todas las chicas atractivas de los anuncios, atrae a las
fuerzas de seguridad, con lo cual en cuanto hay un control “aleatorio” acabo
parado en el arcén entregando toda la documentación y dando explicaciones de: ¿de
dónde vengo?, ¿a dónde voy? y esperando que
el poli de turno acabe de cruzar datos con la central, la interpol, la Cia, la Tia
y los escopeteros del Volga.
Como mi cónyuge es conocedora de la citada circunstancia
y habida cuenta la incipiente barba que portaba me espetó:
— Ya está, será la barba —insisto en que necesitábamos un
descansito como el comer.
Con cierto hastío conduzco por el carril de deceleración
al que nos desvían tratando de repasar mentalmente toda mi documentación.
Efectivamente, ahí está el poli que me hace señas para que
pare a un lado. ¡Bendita sorpresa! En un inglés, por fortuna, de “listening” me
pide la documentación. Se la doy. Revisa todo, habla con su compañero y, ¡oh. sorpresa!,
me pregunta que dónde tengo la viñeta mientras me muestra un modelo que creí me
iba a vender. Bueno, le explico que
estamos de paso, que en realidad nuestro destino es Eslovenia y que…
— It is a fine of one hundred and thirty euros! We accept cash and credit card.
Lo que viene a querer decir: “¡qué te calles so tonto que
te meto una multa que te cagas!”
— Really!
— Yes!
— Fuck! —esto último
entre dientes. Tampoco se trata de
probar los placeres de las prisiones austríacas.
Salgo, realmente contrariado, del coche y me dirijo hacia
la furgoneta que gestiona las multas. Una
chica muy amable (copón con la internacional del poli bueno-poli malo) me pide
la documentación y empieza a tramitar la denuncia al tiempo que me pregunta si
vamos a pasar mucho tiempo en Austria.
Os juro que mi inglés ha sido siempre macarrónico, pero en ese momento
no se de dónde narices me salieron todas las palabras para expresar que no pensábamos
pasar más de un minuto en ese país (añadiría de mierda, pero véase el comentario
sobre las virtudes del encierro austriaco)
Que todo era culpa del GPS (que buen “fuck” hubiera entrado aquí) que
nos había metido en ese país para poder llegar a nuestro destino que era en
realidad Eslovenia.
Aquella moza vestida de uniforme tuvo un atisbo así de
pequeñito de humanidad, porque nos rebajó diez euretes la multa, dejándola en
ciento veinte, lo que no impidió que me fuera de allí con la sensación de estar
en un país con un afán recaudatorio inusitado.
Poner un control en la entrada para ver si llevas la dichosa pegatina y
como primera opción (podrían ofrecerla en lugar de enseñarla, esconderla y
multar) endosarte una multa, no parece que lleve a nada más que hacer caja.
En total fueron 23 kilómetros recorridos dentro de ese
país. Si repartimos los kilómetros
recorridos entre 120 euros me salen a cinco euros kilómetro, mas lo que pagamos
de peaje. Así que, ya sabéis, si vais a
Austria… ¡Para qué vais a ir a ese
país! (De mierda añadiría, pero ya
sabes, tampoco quiero crear un conflicto diplomático que acabe con mis huesos
en una prisión austríaca)
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