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viernes, 4 de enero de 2019

Simplificación o la cultura del esfuerzo


Estoy convencido de que la construcción de una ideología no se puede hacer a golpe de slogan, sino que debe abarcar una reflexión más profunda y de más largo recorrido, y tampoco es un proceso que podamos ni debamos abarcar en solitario.  Es más, cuantas más personas participen en la construcción mucho mejor.  Podríamos decir que los fundamentos de una opinión deberían ser grupales y no individuales, ya que esto configura un desarrollo de pensamiento que recoge puntos de vista diversos.

No hay que olvidar la lectura, a ser posible de teoría política, sea esta de mano de pensadoras o de divulgadoras o de sus diferentes interpretaciones y, a ser posible, siempre acompañada de una reflexión conjunta.

Este desarrollo puede sonar sectario, pero nada más lejos de esta afirmación.  Se trata en realidad de todo lo contrario.  La puesta en común no es para reafirmarnos en nuestro pensamiento sino para hacerlo crecer.  De hecho, es más que recomendable que en ese contexto, que podríamos llamar de confort, surjan las discusiones más encarnizadas y las palabras más gruesas, si el tema lo requiere, para poder ver diferentes puntos de vista en acción y con toda su fuerza.  En ningún momento debería haber ninguna cortapisa que nos lleve a refrenarnos de expresar ningún tipo de pensamiento o valor, por temor a ser rechazadas por el grupo.  En realidad, debemos ser conscientes de que estamos creciendo, todas las personas que allí nos encontramos y que no andamos en un reñidero tratando de imponer nuestro punto de vista ya que saldríamos todas escaldadas.  No se trata de vencer al contario, sino de desarrollar y escuchar argumentos e ideas.

Al sentar las bases del debate como un espacio en el que gocemos de plena libertad para expresar cuanto deseemos, debería quedar claro que lo que estamos haciendo es debatir y, por tanto, no podemos caer en la falacia.  Siempre hay que desarrollar argumentos centrados en el tema que estamos tratando, sea el último libro que hemos leído, el último artículo, la última charla a la que hemos asistido o cualquier otro tema sobre el que se haya suscitado el debate.  Es importante no desviarse del tema y sobre todo huir de las descalificaciones personales, pero sin sentirnos coartados por no faltar al respeto; en este entorno el respeto no debe ser coercitivo; ya nos recuperaremos el respeto cuando acabemos el tema que estamos tratando.  No es nada personal, ni debe serlo.

Este tipo de trabajo grupal no debe desarrollarse en bares, por supuesto.  El alcohol no es un buen compañero de las discusiones enriquecedoras.  Estoy hablando de buscar espacios autónomos y autogestionados que sirvan de enriquecimiento personal (no hablo de dinero sino de pensamiento).

Al hablar de espacios autónomos y autogestionados estoy definiendo lugares que no reciban subvención ni prebendas de ninguna administración pública, partido político o empresa.  Ahí toca rascarse el bolsillo en beneficio propio, porque si alguien que no eres tú pone el dinero, ese alguien es quien va a acabar, tarde o temprano, marcando el ritmo de lo que allí se hace o se dice y, a la larga, no solo el ritmo, sino que también marcará el camino por el que transitar.

Esto es la cultura del esfuerzo.  Eso que construimos alrededor nuestro como espacio de confort en el que crecer, aprender y desarrollarnos como personas, abandonando el estatus de consumidores y recuperando el de seres humanos.  Porque la televisión, la radio o los grandes periódicos no van a construir una ideología que no le interese al sistema que te envuelve y, por lo tanto, no te va a dar ninguna clave para alcanzar la libertad y el bienestar que mereces.  Siempre hay que ir un paso más allá y buscar entre la cultura no subvencionada, entre el pensamiento no patrocinado, porque allí, está la esencia de la libertad.  Después, claro está, cada una de nosotras debemos filtrar esa esencia y construir nuestro pensamiento con la ayuda de las personas de nuestro pueblo, nuestro barrio, en definitiva, de nuestro entorno.  Dejar a los oradores mediáticos en la estacada, solos, aullándole a la luna.  Al fin y al cabo, no nos necesitan para nada.  No son más que estómagos agradecidos que ya reciben su diezmo sin nuestra participación.

Creo que esta es la clave para que no venga cualquier descerebrado a vendernos un discurso absolutamente incoherente cargado de odio.  El amor es lo que debe ser nuestro principio fundamental y los slogans solo te van a transformar en un loro capacitado para repetir frases sueltas, pero incapaz de construir un argumento mínimamente coherente, porque quien te ha vendido la moto así lo quiere.  Horrorízate si te descubres repitiendo la última ocurrencia que has escuchado en la radio o en la tele.  Sonrójate si te descubres plagiando argumentos sin citar la fuente.  Plantéate que, tal vez, no estás plagiando sino repitiendo aquello que quieren que repitas.

La cultura del esfuerzo, creo, sinceramente, que va de esto, no de enriquecernos o tener lo que llaman buenos trabajos.  La cultura del esfuerzo es el esfuerzo que somos capaces de desarrollar de manera colectiva para crecer en lo personal, sea pensando o aprendiendo determinas habilidades que no tienen porque derivar en un beneficio económico, sino que estarán orientadas a un beneficio personal que acabará siendo colectivo y que puede llegar a extenderse de tal manera que acabe transformando el mundo.  Primero el mundo que te rodea y, poco a poco, alcanzará la dimensión suficiente como para derivar en una sociedad mejor, más igualitaria, más libre y sin opresores ni oprimidos.  Puede parecer pretencioso, pero si somos capaces de recuperar la vida colectiva seremos capaces de construir la sociedad que queramos colectivamente.

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