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domingo, 5 de abril de 2020

Miguelito


Despertó Miguelito sobresaltado tras la pesadilla que acababa de tener.  Trató de no pensar en lo que había soñado porque mamá le había dicho que, si no piensas en los sueños al despertar, no tardan en desaparecer de la memoria y realmente funcionaba.  En pocos minutos ya estaba a punto de volver a dormirse, cuando una sacudida le recorrió el cuerpo.  ¡Era domingo!

El domingo era el mejor día de la semana.  Ese día se desayunaban bollos de canela.  Si papá se animaba a prepararlo, hasta podría remojarlos en chocolate caliente recién hecho y, por si fuera poco, el domingo, bajaba a la plaza a jugar a la pelota mientras mamá y papá tomaban el vermut o “el aperitivo” como le gusta decir a papá cuando bromea haciéndose el viejuno.

¿Cómo volver a dormirse ante tamaña perspectiva?  De un zarpazo se despojó de edredón y sábana y de un salto se plantó en mitad de la habitación para salir corriendo a abalanzarse sobre los somnolientos progenitores que despertaron con un leve gruñido que fue tornándose sonrisa complaciente.

   Qué susto más gordo, Miguelito —dijo mamá— Ven, métete dentro de la cama.

Miguelito se acurrucó entre ambos y recibió a cambio, un fuerte abrazo de gorila y es que, papá y mamá, aprovechan cuando se pone entre ambos, para entrelazarse y darse un fuerte abrazo hasta que Miguelito empieza a resoplar asfixiado, entonces se sueltan y ríen los tres juntos.

Todavía les dio tiempo de echar una última cabezada antes de levantarse, desperezarse, hacer una visita rápida al cuarto de baño y desenvolver los bollos de canela mientras papá ponía la leche a hervir para cocer el chocolate.  Aquel, tenía todas las trazas de convertirse en un domingo memorable.

Lentamente, la cocina fue llenándose del aroma, primero de la leche caliente y después, conforme iba espesando, del chocolate.

Miguelito salivaba, mamá salivaba, papá salivaba y los bollos aguardaban tiernos y aromáticos en la mesa.

Tras el desayuno solo quedaba lavarse un poco, peinarse bien y enfundarse el traje de futbol, regalo del pasado cumpleaños, y sacar la pelota de la cesta de los juguetes.  Sentado junto a la puerta aguardó impaciente, rebotando suavemente la pelota contra el muslo, a que mamá y papá acabaran de acicalarse para salir a la calle.

Fueron hasta la plaza y allí empezó a dar patadas a la pelota para calentar un poco antes de empezar a probar cuantos toques era capaz de dar sin que la pelota cayera al suelo.

   ¡Qué bueno te ha salido hoy el chocolate!
   Va, lo que pasa es que como no cenamos debías de tener hambre.
   Que no, que estaba muy bueno.  Ni demasiado claro, ni demasiado espeso.
   A mi lo que me apasionan son esos bollos de canela.  Cualquiera diría que lo de los bollos de canela está un poco pasado de moda, pero es que en el horno de Petra los hacen tan ricos.
   Sí, es una pena que no haya más hornos de los de toda la vida.
Así transcurría la conversación entre mamá y papá mientras trasegaban “canutillas” de cerveza, que era como, bromeaban, para llamar a la versión más pequeña de la caña que servían en el bar de la plaza.

Miguelito ya estaba practicando y contando los toques.

   Siete, ocho, nueve, diez, jope —la pelota al otro lado de la plaza.
Otra vez.
   Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve diez, once, doce —récord, récord, pensaba al tiempo que se desconcentraba y llegaba el fallo.
La pelota salió disparada en el toque número catorce y rodó calle abajo.  Miguelito corrió con todas sus fuerzas tras la pelota, pero esta parecía tener vida propia.  No se sabe de qué manera fue doblando esquinas y adentrándose en aquellas callejas que rodeaban la plaza.  Para cuando alcanzó la pelota, Miguelito, estaba totalmente desorientado.  En un primer momento echó a correr sin más preocupación, creyendo que al doblar la próxima esquina encontraría la plaza; después creyó que sería en la siguiente y poco a poco se fue inquietando más y más.

   No veo a Miguelito —dijo mamá preocupada.
   Estará detrás de las columnas.
   Hace rato que miro.
Ambos se acercaron un poco preocupados hacía la zona de columnas y a ambos se les heló el corazón al comprobar que Miguelito no estaba allí.

   ¡Miguelito! —gritaban
   ¡Mamá, mamá! —gritaba Miguelito— ¡Papá, papá!

Llorando y chillando se dio cuenta de que alguien lo agarraba suavemente del hombro.

   Hola, ¿tú eres Miguelito no?  El hijo de Jose y Ana.
   Sí, señor— respondió entre sollozos.
   ¿Dónde están tus papás?
   No lo sé.  Estábamos en la plaza jugando y no se volver.
   No te preocupes.  Mira, yo vivo aquí al lado.  Vamos a casa.  Te lavas la cara y llamo a tus papás por teléfono para que vengan a recogerte.
Miguelito le dio la mano a aquel señor tan amable que le sonreía y lo siguió hasta una casa que había allí mimo, en esa calle donde lo encontró.

El señor amable abrió la puerta del portal cediéndole el paso a Miguelito que entró dando saltos ya reconfortado mientras se sacaba el abrigo.  El señor amable se desabrochó el abrigo, aflojó la bufanda y se arregló el alzacuellos sonriendo mientras oteaba a derecha e izquierda en la calle para después dar dos vueltas de llave a la puerta de entrada.

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