ENRIC MERCADER
Hace sesenta días que Enric vive con la única compañía de
Jack. Sesenta días desde que entre
sollozos suplicó que no lo dejaras.
Sesenta días desde que llorando y moqueando se arrodilló tras de ti,
arañando tus piernas, tratando de evitar tu huida, tratando de quebrar tu firme
resolución de largarte a la Comuna de los Neojemeres Ocres y abandonar el
triste corazón de Enric a su suerte.
Cada amanecer, por mucho que le estalle la cabeza, por
mucho que no pueda apenas mover la lengua ni despegar los labios resecos, se
acerca hasta el calendario subversivo que dejaste abandonado y tacha un día
como si tachara un trocito de su alma.
Sesenta tachaduras. Sesenta
intoxicaciones alcohólicas que le han hecho perder el sentido. Sesenta rotos del alma. Sesenta gritos desesperados sin respuesta.
Los primeros días albergaba la absurda esperanza de que
volverías suplicante a sus brazos y, él, en un acto insólito de magnanimidad,
te contestaría que no suplicaras, que para él nunca había sucedido nada, que
por su parte jamás de los jamases volvería a mencionar nada de lo ocurrido y que
volveríais a retomar vuestra vida en el punto exacto en que se
resquebrajó. Volverías a despertarla por
las mañanas con un beso sonriente y de aliento pesado. Volveríais a dar largos paseos acompañados de
esos cómodos silencios que sólo los grandes amantes saben mantener. Volveríais a hablar de vuestras hijas, de
vuestras esperanzas depositadas en ellas, de cómo estaban creciendo y lo listas
que eran. De los quebraderos de cabeza
que os esperaban en una doble adolescencia que las acometería en unos pocos años. Volveríais por la noche a acurrucaros bajo
las mantas mientras el sueño os vencía entre suaves caricias.
Esa esperanza se desvaneció, para Enric, el segundo día,
cuando sonó el teléfono y no eras tú. Era
el director del instituto, desesperado porque Enric no había acudido a sus
clases de física y química y ya no sabía qué hacer con los alumnos.
— Con lo importante que se ha vuelto la física y la química
en los tiempos que corren. Que no te das
cuenta, Enric, que estas formando a los futuros mandatarios del país. Que esto ya no es como antes. Que con los nuevos tiempos vosotros, los
físicos, sois los que cortáis el bacalao.
Enric colgó el teléfono.
No tenía ninguna intención de hablar con el director, de hecho, no
quería hablar con nadie que no fueras tú, pero apenas habían pasado dos tragos
desde tu llamada cuando sonó el timbre de la puerta. Emocionado abrió sin pensar. Bueno para ser más precisos, sí que pensó. Pensó que, tal vez, en tu huida no habías
incluido entre tus enseres imprescindibles la llave del piso. Mas al abrir la puerta se dio de bruces con
el circunspecto director que se vio arrollado, por la premura, en el
descansillo.
— Pero qué mal aspecto tienes Enric. Y como apestas — dijo franqueando la puerta y
adentrándose a la penumbra del piso.
Enric, aferrado a la botella de Jack Daniel’s lo dejó
pasar. Incapaz de abrir la boca,
observaba al director que se iba desplazando de habitación en habitación como
si buscara algo. Y vaya si lo
buscaba. Encontró a las niñas en el
comedor, sentadas en el sofá frente a la televisión y comiendo ganchitos. Las niñas estaban sucias y despeinadas. La dieta de ganchitos no hacía sino empeorar
su aspecto. El color naranja se había
apoderado de sus manos, su cara, el pijama, los cojines y el resto de la
tapicería del sofá.
—
Estas niñas, ¿no tendrían
que estar en el colegio?. Enric, ¿qué
está pasando aquí? ¿Dónde está Luisa?
Algún resorte se disparó en el interior de Enric, del
mismo modo que se dispara una trampa para ratones al acercar el hocico al
trocito de tocino rancio. Fue como si
plomo fundido empezara a correr por sus venas para estallar a borbotones en su
cerebro nublándolo todo. Enric se
abalanzó sobre el director y agarrándolo de los cuatro pelos peinados de
costado a modo de ensaimada mallorquina que lucía en su testa, lo arrojó al
descansillo haciendo que su rechoncha cara se estrellara contra la barandilla
de hierro.
El director en ese momento sufrió una involución que lo
llevó a evocar los temores más primitivos.
Esos temores que desataban una oleada de estrés en el hombre
prehistórico, que le ayudaba a sobrevivir, aflojándole los esfínteres, de
manera que pudiera aligerar peso superfluo y disparando la adrenalina para que
pudiera salir disparado, en este caso escaleras abajo, sin abandonar, por ello,
la vigilancia de Enric, por si volvía a atacarlo.
LUISA DE MIGUEL
Cuando empezó todo el rollo de la Gran Revolución
pensabas que sería una sandez más, como siempre hacían los politicuelos del
tres al cuarto que nos ha tocado vivir a nuestra generación. Aquello que decían en El Gato Pardo:
“cambiarlo todo para que todo siga igual”.
Pero después de las primeras elecciones y la victoria de las Partículas Portadoras
por mayoría absoluta, te dijiste que había llegado el momento de hacer algo por
la humanidad. Vale, no sé si fue
entonces cuando te lo dijiste o fue a partir de la lectura del libro de Paul
del Potro: Teoría Social de los Nojemeres Ocres. Era un libro de unas cincuenta páginas que te
pareció revelador y eso que Paul del Potro nunca ha destacado por su lucidez ni
por su inteligencia. En el libro
explicaba cómo debía estructurarse la sociedad futura. Era necesario devolver la masa social al
mundo rural y vivir de forma común, de acuerdo con la naturaleza; trabajando
con el propio esfuerzo y prescindiendo de toda tecnología. Abandonar cualquier tic intelectual y
centrarse en un estilo de vida autárquico.
Aquello era para ti música celestial.
Toda la vida deseando vivir en una comuna, en el campo, viviendo de la
madre tierra y sin más preocupación que la del paso de las estaciones.
Leíste y releíste el libro soñando con largarte al campo,
dejarlo todo: obligaciones, prisas, frenesí y sustituirlo por despreocupación,
calma y relajación. Encima con ello,
contribuirías a cambiar el mundo “revertiendo el poder financiero en el poder
de la tierra, el poder del campesinado que haría de la nuestra una nación
floreciente como lo fue en el pasado con el cultivo del arroz”. ¿En serio no sospechaste nada al leer este
fragmento en el libro de Paul del Potro?
El Libro te trajo una desazón que hacía que
continuar con tu trabajo habitual se convirtiera en una ardua tarea. Llegados a este punto, sólo eras capaz de concentrarte
en imaginar de qué manera podías iniciar la revolución post revolución, que
había de cambiar las cosas desde la raíz misma del problema.
Aquello que te había apasionado toda la vida. Aquello que hacía que día tras día te
acostaras pensando en la manera de mejorar los acumuladores de electricidad
para hacer, de una vez por todas la energía solar eficaz. Ya no te levantabas con aquella ansia de
llegar al trabajo y simular nanocapas y nanoestructuras para mejorar la
capacidad de almacenamiento eléctrico.
Ya ni las membranas de polímero electrolítico eran capaces de
despertarte ningún tipo de interés. Tan
solo vivías para hacer realidad la utopía de los Neojemeres Ocres.
Un día, saliendo del laboratorio de la facultad
oíste una conversación entre dos estudiantes de agrónomos que prendería el
reguero de pólvora que se extendía a tu alrededor desde la lectura de El Libro.
-
Oíd,
¿habéis leído el libro de Paul del Potro? —dijo un jovencito de piel cetrina y
pelo pajizo.
Esa pólvora ardiendo y te obligó a desenchufarte de
la vida cotidiana y seguir a esos jóvenes, tratando de continuar escuchado la
conversación.
-
Pues
no, yo no he leído nada.
-
Yo
tampoco.
-
Ni
yo.
-
Pues
deberíais leerlo. Es todo un alegato a
la vuelta al campo y a la vida comunitaria.
No pudiste oír nada más, pero fue como si hubieras
subido al escenario de un espectáculo de hipnotismo y el hipnotizador te
hubiera ordenado seguir al muchacho que había leído a Paul del Potro adónde
quiera que fuera. Los seguiste hasta la
parada de autobús. Subiste con ellos al
autobús. Esperaste, como sólo saben
esperar los depredadores el movimiento de sus presas, a que bajara del autobús
despidiéndose de sus compañeros y cuando se alejó lo suficiente lo abordaste
como un león famélico abordaría a una escuálida gacela.
-
Oye,
perdona- le dijiste con el corazón golpeteando tu voluptuoso pecho.
-
¿Sí?
-
Verás,
disculpa que te asalte de esta manera- en la cara del muchacho se dibujó lo que
pareció una sonrisa lasciva- pero no he podido evitar oír que has leído el
libro de Paul del Potro.
-
¡Estás
loca! —contestó alterado, con cara de pánico, sin asomo de lascivia y mirando a
todos lados- ¡Déjame en paz! — Dio media vuelta y salió a escape.
En ese momento te sentiste frustrada pensando que se
te iba a escapar la única oportunidad que tenías de poner en común todos los
sueños que El Libro había despertado en ti.
Así que haciendo caso omiso te volviste a agazapar y lo seguiste a una
distancia prudencial hasta que lo viste entrar en un portal y desaparecer. Pese a todo, no estabas dispuesta a dejarlo
escapar así, sin más. Liaste un cigarro,
empezaste a fumarlo parsimoniosamente y te dispusiste a esperar una oportunidad
para colarte en el edificio y tratar de descubrir el piso en el que vivía.
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